Editorial

La educación: un caso conspicuo de rebelión en la ciencia

Education: a conspicuous case of rebellion in science

Educação: um caso conspícuo de rebelião na ciência

Carlos Eduardo Maldonado
maldonadocarlos@unbosque.edu.co
http://orcid.org/0000-0002-9262-8879
Universidad El Bosque, Colombia

ISSN: 0124-1494
eISSN: 2590-8200
Recibido: 16 de abril de 2019
Aceptado: 10 de mayo de 2019
Publicado: 5 de junio de 2019

Cómo citar: Maldonado, C. (2019). La educación: un caso conspicuo de rebelión en la ciencia. Praxis Pedagógica, 19(24),1-8. http://dx.doi,org/10.26620/uniminuto.praxis.19.24.2019.1-8

Conflicto de intereses: los autores han declarado que no existen intereses en competencia.


La ciencia en general, a diferencia de la política, no se hace con base en consensos y mayorías. Aquello que alimenta a la investigación científica y la dinamiza son, por el contrario, los debates, los desacuerdos, las disputas, los argumentos y contraargumentos, las pruebas y las refutaciones. Por esta razón, la ciencia en general necesita de condiciones de democracia para hacerse posible, pero al mismo tiempo promueve condiciones para la democracia. Como quiera que sea, como se aprecia, hacer ciencia es muy difícil.

Pues bien, quizás la mejor conditio sine qua non para la ciencia es la educación. Una política de ciencia es, contemporánea y paralelamente, una política de educación. Y al revés, una política de educación tiene como vector una política de ciencia.

Digamos con seguridad, la educación puede ser adecuadamente vista como un caso conspicuo de rebelión en la ciencia. Veamos.

Si hemos de creer a la tradición que cifra el origen de la educación en Occidente en el marco de la paideia griega, cuyo epítome es la mayéutica de Sócrates, entonces requerimos una mirada más pausada. La mayéutica en su apariencia o estructura consiste en el arte de preguntar y que el estudiante descubra por sí mismo el conocimiento. Pero en su fondo, y en su dinámica, la mayéutica es una sola y misma cosa con la ironía y el sarcasmo. Se trata no de un preguntar inquisitivo, sino jocoso, alegre y juguetón. La ironía y el sarcasmo forman la chispa del aprendizaje.

El ejercicio de la educación consiste en un permanente cuestionamiento, no en repetición y memoria; el cuestionamiento significa la más dura de todas las condiciones para la ciencia, y por lo demás, para la libertad: no aceptar absolutamente ningún argumento de autoridad; solo aquellos que descansan en argumentos o experimentos, por ejemplo. Ya desde Aristóteles, una de las falacias es la de autoridad. Algo que parece haberse olvidado posteriormente, hasta nuestros días.

Cuestionar es un método, y a ese método lo llamaba Sócrates la mayéutica. Y es que la verdad los estudiantes solo se hacen inteligentes cuando tienen consigo profesores inteligentes. Lo contrario complica mucho las cosas. Y un profesor inteligente es aquel que acepta el cuestionamiento y lo promueve.

Ahora bien, la mayéutica iba acompañada de ironía y sarcasmo. Manifiestamente, ambos términos tienen una gran diferencia como se los entiende hoy en día. No obstante, el espíritu se mantiene: se trata de la capacidad de reírse, de reírse con inteligencia, de desbaratar argumentos ad hoc, construidos falsamente o de manera arbitraria. El aprendizaje debe ser un deleite (¿cabe recordar que la palabra “tarea” proviene de los jornaleros, los cuales tenían una tarea por día, y que así, las “tareas”, escolares o de universidad, reducen el aprendizaje a un oficio mecánico y estúpido?).

Vivimos hoy un mundo magnífico, que ha sido designado con tres nombres distintos: la sociedad de la información, la sociedad del conocimiento, la sociedad de redes. En un mundo semejante, por primera vez en la historia, nadie enseña nada a nadie. Vivimos un mundo inmensamente rico –rico en datos y en información. La información está disponible, al alcance de todos, prácticamente.

En la sociedad de hoy, por primera vez, el ciudadano sabe más que el gobernante, los hijos saben más que los padres, el paciente sabe más que el médico, el estudiante sabe más que el profesor. El lenguaje en boga en el medio de la educación no deja de ser iluminador. Hablamos hoy de comunidad de aprendizaje, aprender a aprender, aprendizaje significativo, en fin, incluso, a desprender lo aprendido, como una condición para nuevos aprendizajes. Una auténtica revolución de orden cultural y civilizatorio.

No obstante, hay un hecho que ha sido destacado suficientemente por parte de la biología en general, y de la teoría de la evolución en particular. Se trata del hecho de que no todos los organismos aprenden, no todas las especies aprenden. Aprender es un asunto verdaderamente complejo. Aquellos organismos y especies que no logran aprender –usualmente es porque se han especializado mucho–, se convierten en endémicos, entran en peligro de extinción y finalmente desaparecen y mueren. Lo mismo sucede, a fortiori, en la esfera de la sociedad, la cultura y la historia. Hay individuos que se niegan a aprender, hay grupos que no logran aprender, en fin, hay incluso sociedades y culturas que no aprenden –bien, suficientemente bien–. Terminan desapareciendo.

Con seguridad, el aprendizaje es radicalmente distinto al adoctrinamiento. Implica un espíritu crítico, y la más difícil de las condiciones humanas: lograr desarrollar criterio propio. El aprendizaje forma gente libre, mucho más que gente con conocimiento.

Lo que impera, por el contrario, es sentido de pertenencia, lealtad, fidelidad y otras características y exigencias similares. “¡Póngase la camiseta!”, y “¡Hay que pedalear juntos!”. Una lectura cuidadosa a la historia de la mafia muestra que la lealtad y la fidelidad, así como el sentido de pertenencia, son, propiamente hablando, estructuras mentales mafiosas. Pareciera que la moral de nuestra época es mafiosa, pues castiga el criterio propio; por consiguiente, la independencia, la autonomía, la libertad.

Tener criterio propio es un asunto difícil en tiempos en los que la gente está acostumbrada a que le digan qué hacer y qué no hacer. Precisamente por ello, cabe destacar una y mil veces la importancia de la educación.

El ejercicio de la buena educación es el del aprendizaje permanente: aprenden los estudiantes, aprenden los maestros, aprende la sociedad en su conjunto. Pero hay que tener disposición a aprender. Y, sin la menor duda, es evidente a todas luces que la gente quiere aprender cosas nuevas, no lo mismo en lenguaje nuevo. La apatía por la educación es el desprecio a la falta de novedad e innovación –en los contenidos y en las formas del aprendizaje–. Siempre que la gente ve cosas nuevas engancha perfectamente con el proceso: con el grupo, con el profesor o profesora, con los contenidos desarrollados. Así, la carga de la demostración recae sobre el sistema educativo, no sobre los estudiantes, en manera alguna.

Es cierto que alrededor del mundo el principal problema de la educación son las altas tasas de deserción. Independientemente del estrato socio-económico, independientemente del nivel social, en fin, independientemente de la geografía. No es que los estudiantes no quieran seguir en los colegios y universidades, es que las universidades y los colegios no han sabido interpretar la época. Todos sus integrantes: rectores, decanos, directores, profesores, personal administrativo.

La alegría es la esencia de la vida; nadie hace nada con gusto si no lo hace con fruición, y nadie aprende nada nuevo si es por obligación. Parece haberse perdido la alegría de vivir, y la vida pareciera ser un movimiento inercial: trabajar, casarse, tener hijos, pagar las deudas, morirse, al final del día.

La más importante, de lejos la más determinante, de las metas de la educación consiste en recobrar la alegría de vivir, que consiste exactamente en las ganas de vivir. Una vida con ganas y alegre es una vida con horizontes, y así, todas las cosas son posibles.

Parece estar imponiéndose una atmósfera de desasosiego, de profundo malestar en la cultura, de aburrimiento y dejadez, lo cual se traduce en indiferencia, distanciamiento, indolencia, egoísmo e insensibilidad. La rebelión en la ciencia no es otra cosa que la alegría de la existencia. Nadie puede ser por lo demás, verdaderamente rebelde si no se colma de ganas de vivir, de optimismo de que las cosas se pueden lograr, de sentido de humanidad hacia la naturaleza y los demás. El rebelde es un ser optimista; lo contrario no es rebeldía sino una ira y un dolor profundo, y eso no conduce muy lejos.

Lograr que los estudiantes sueñen, y sí: que sueñen lo imposible. Lograr entrever en medio de la neblina y el bosque claros de luz y un horizonte amplio y rico a lo lejos. Querer que la gente asuma el destino de su vida en sus propias manos; incluso así se equivoquen, pero que conozcan la libertad.

La ciencia se sitúa aquí en el mismo plano que las artes: la sensibilidad debe poder brotar y expresarse libremente, no contenerla. Pero en este plano, no son exactamente las emociones lo que aparece en primer lugar, sino las pasiones. Una vida optimista es una vida apasionada, y una vida con sueños es una vida apasionada. La pasión puede volver a ocupar las aulas de clase, los laboratorios, los pasillos, los campos de deporte y la atmósfera de la educación. En fin, permitir que la gente descubra la alegría que lleva adentro, esa que les permite actuar por sí mismos. Un magnífico acto de subversión y rebeldía.

Las más grandes alegrías muchas veces no arrancan risas o aplausos, pero iluminan el rostro y llenan el pecho de optimismo. Y así, todo puede ser aprendido. Las cosas buenas, las cosas hermosas, las más difíciles de aprender, por lo demás.

Nadie enseña hoy ya nada a nadie. Esa es la esencia del método que practicaba Sócrates: ese que condenaron porque enseñaba la libertad en un mundo cada vez más mediocre y estandarizado. A la verdadera ética no se la enseña: se la aprende con el ejemplo. Es siempre el ejemplo el mejor maestro, pero el ejemplo no preconiza jamás, ni tampoco hace homilías. El ejemplo habla el lenguaje sutil de la vida, y así sabemos lo que es una vida buena, y en qué consiste el saber vivir.

La educación debe poder formar gente conocedora, es claro; también debe poder formar gente inteligente, tanto como sea posible. Definitivamente, la buena educación busca la transparencia y las luces, y se aleja, por tanto, de las opacidades y la oscuridad, en toda la acepción de la palabra. Una persona libre no le teme a las palabras, pero las usa con gracia, con alegría, siempre.

No obstante, la más grande de las apuestas en el mundo de la educación consiste en apuntar, en señalar hacia la sabiduría. Es allí donde la educación se realiza, y donde la ciencia encuentra su verdadera cuna.

La buena educación es siempre la más exigente: aquella que no se ajusta a la mediocridad ni a los atajos, que no hace con- cesiones a los facilismos y que no negocia el aprendizaje ni la libertad. La buena educación forma gente libre; esto es, rebeldes. Como Sócrates en la Grecia clásica; como Jesús de Nazaret en medio del Sanedrín y el Imperio romano; como Siddhartha Gautama en medio de la riqueza y la opulencia, por ejemplo. Y muchos otros casos.

Insumisión, libertad, criterio propio, rechazo de la autoridad, y mucha sensibilidad e inteligencia, mucha bondad y rebeldía. Ellos hacen a la vida buena, y ellos forman gente buena. Y una gente buena es siempre gente alegre, gente que no sucumbe al pesimismo, gente que sabe que el peor de los futuros será siempre preferible que el mejor de los pasados por el simple hecho de que hay futuro. La alegría es siempre gracias a la indeterminación de un horizonte que existe o que emerge ante la mirada desprevenida.

Ahora bien, lo más difícil en el proceso de aprendizaje consiste en desaprender lo aprendido. Esta es en realidad, a la fecha, mucho más que una expresión, un lenguaje, antes que una rea- lidad efectiva. Desaprender lo aprendido significa un cambio radical de actitud, una verdadera inflexión en una historia de vida. La más radical de todas las rupturas.

Desde luego que para aprender hay que desaprender lo aprendi- do, pero entonces debe ser posible la novedad y la innovación, en toda la línea de la palabra. Lo cierto es que la gente, los empresarios, los administradores y el gobierno se llenan la boca hablando de innovación; pero le tienen pánico a los cambios.

Una manera de resolver un problema es innovando. Pero la mejor manera de innovar es resolviendo problemas. Ello apun- ta al aprendizaje basado en problemas, un tema común en la educación, hoy por hoy.

La ciencia no consiste en resolver problemas. Eso es lo que, en otro contexto, un autor como Th. Kuhn denomina ciencia nor- mal; la cual tiene como finalidad normalizar a la gente. Antes por el contrario, la ciencia consiste en concebir, en identificar, en buscar problemas. En una palabra, en problematizar el mundo y la realidad, problematizar el statu quo, notablemente.

Por ello es tan difícil hacer ciencia, y por ello mismo la ciencia es una excepción en países como los nuestros; no la regla.

Identificar problemas, formular problemas, concebir problemas: el tema es claro. Por consiguiente, es completamente distinto a ese embeleco que es “la pregunta de investigación”. Una pregunta se formula; un problema se concibe. Una pregunta se responde, un problema se resuelve. Dos cosas perfectamente distintas. Parece como si a través de la llamada “pregunta de investigación” se les evitara a los estudiantes y jóvenes investi- gadores a que cuestionen y problematicen.

La educación es la despensa en donde todas estas actuaciones, situaciones, actitudes, circunstancias comienzan y se desa- rrollan. Una educación para la ciencia, una educación para las artes.

Son numerosos los científicos que han sido posibles mediante auténticos actos de rebeldía. Recientemente, desde Planck a Einstein, desde Mendel a Dobzhansky, desde Feymann a Kauff- man, para mencionar tan solo algunos nombres. El avance en el conocimiento es efectivamente posible, y el avance en el conocimiento significa mejores comprensiones del mundo y la naturaleza, y por tanto, también, mejores condiciones de vida. Pero el avance en el conocimiento es imposible en el confor- mismo, la obediencia y el acatamiento. La rebeldía constituye el núcleo mitocondrial del avance en el conocimiento. Pero esta rebeldía se aprende en la escuela, en el colegio, en la universidad.

La buena educación es educación para la alegría. Solo que la alegría no se la puede enseñar. Solo se aprende con el ejemplo. En otras palabras, la educación es un magnífico proceso de mímesis, de contagio, de convivencia, al mismo tiempo que se nutre la independencia y la autonomía. Y entonces un mundo mejor puede ser posible; tanto como una vida buena.



Referencias bibliográficas

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