Diego García Moreno
diegogarciamoreno@gmail.com
Productor, director, guionista, editor, director de fotografía y docente de cine y televisión documental, graduado de la Escuela Nacional de Cinematografía Louis Lumiére, de París, y con más de treinta años de experiencia en la profesión. En Francia fue realizador en investigaciones, documentalista, productor y realizador para canales como Fr2, Canal Plus, Fr3 y Planéte. En Colombia, aparte de sus producciones independientes, dirigió para TV de Colcultura, la Franja del Ministerio de Cultura y Audiovisuales.
Recibido: 11 de febrero de 2020
Aceptado: 22 de mayo de 2020
Publicado: 23 de junio de 2020
ISSN: 1692-5688 | eISSN: 2590-8057
Cómo citar: García Moreno, D. (2020). «¡K-QUÉ-TAL! Fragmentos memoriosos sobre talleres cinematográficos en el Caquetá. Desde La Escuela Audiovisual Infantil hasta los Talleres de la Memoria». Mediaciones, 24 (16). 82-94. http://dx.doi.org/10.26620/uniminuto.mediaciones.16.24.2020.82-94
En este artículo, el autor da testimonio de su propia experiencia como incentivador de la curiosidad audiovisual entre los jóvenes de algunas de las comunidades más olvidadas de nuestra sociedad. En consecuencia, su contribución no está incursa en ninguna clase de conflicto de interés. Estas y otras vivencias suyas pueden consultarse más ampliamente en su propio blog: https://diegogarciamoreno.blogspot. com/
Resumen
En tono de crónica, sin las rigideces ni de las metodologías ni de los lenguajes académicos, pero con la agudeza de la etnografía, este artículo recapitula la experiencia de intervención cultural, desde la actividad audiovisual, en Caquetá, una región del centro-sur colombiano, rica, vasta y hermosa, pero también históricamente abandonada por el Estado central y vapuleada por conflictos de toda índole. Junto con el mosaico de relatos personales pero ilustrativos de esa realidad, ofrece valiosas propuestas acerca del uso de la producción audiovisual aficionada para la construcción de memoria histórica y de consciencia social, especialmente entre niños y adolescentes.
Palabras claves: Caquetá, memoria, escuela audiovisual, niños, paz, conflicto, Colombia
Abstract
In a chronicle tone, without the rigid language or methodology of the academy, but with the sharpness of ethnography, this article summarizes the experience of cultural intervention, from audiovisual activity, in Caquetá, a rich, vast and beautiful region of central-southern Colombia, also historically abandoned by the central state and battered by conflicts of all kinds. With the collection of personal but illustrative stories of this reality, this paper offers valuable proposals about the use of amateur audiovisual production for the construction of historical memory and social awareness, especially among children and adolescents.
Keywords: Caquetá, memory, audiovisual school, children, peace, conflicto, Colombia
Resumo
Em tom de crônica, sem a rigidez nem das metodologias nem das línguas acadêmicas, mas com a nitidez da etnografia, este artigo recapitula a experiência de intervenção cultural, a partir da atividade audiovisual, em Caquetá, região do sul da Colômbia central , rico, vasto e bonito, mas também historicamente abandonado pelo Estado central e atingido por conflitos de todos os tipos. Juntamente com o mosaico de relatos pessoais, mas ilustrativos, dessa realidade, oferece propostas valiosas sobre o uso da produção audiovisual amadora para a construção da memória histórica e da consciência social, principalmente entre crianças e adolescentes.
Palavras-chave: Caquetá, memória, escola audiovisual, crianças, paz, conflito, Colômbia
He tenido la palabra «Caquetá» en mi boca desde hace unos diez años, cuando llegué a asesorar un proyecto documental sobre la Escuela Audiovisual Infantil, EAI, de Belén de los Andaquíes. Recuerdo que, para llegar a mi destino, tuve que atravesar siete retenes militares entre Florencia y Belén, municipio en cuyo parque principal, también recuerdo, los uniformes camuflados y las trincheras eran el decorado más sobresaliente. Esa noche conversé por primera vez con Alirio González, el fundador de la Escuela. Arrullados por un diluvio amazónico, con cerveza en mano y sentados en el restaurante de su hermana—en una esquina, a escasos cincuenta metros de la sede de la Escuela, en la calle que sube hacia la base militar—, conversábamos con la vista clavada en la fantasía tropical de relámpagos y truenos que, desde las alturas del macizo colombiano, venían a irradiar la gran planicie del Caquetá. Mientras la calle se transformaba en río caudaloso, Alirio, con igual intensidad, exponía la razón de su proyecto pedagógico y su particular metodología. A nuestro lado estaban los jóvenes cineastas de Florencia, a quienes yo había venido a asesorar en la realización de un documental sobre este proceso nacido como reacción a los efectos de la guerra, los mismos que parecían traspasar cualquier visión u opinión que se pudiera expresar sobre esos territorios lejanos de los centros colombianos de poder.
«Todos creen que porque aquí llegó la guerrilla y se tomó el pueblo durante un día lo único que vivimos, hacemos, o pensamos, está relacionado con eso», nos dijo Alirio, y cotinuó:
Nadie piensa que la vida cotidiana, como en cualquier parte, tiene otras prioridades. Terminado el asalto, hay que comer, jugar, amar. Disfrutar la vida es algo más importante que estar recordando siempre el mismo acontecimiento trágico. Y eso es lo que yo trato de hacer con los chicos. Cualquier instante es importante, y si lo convertimos en un cuento, su vida cotidiana puede convertirse en película y darle una dimensión superior a su existencia. Pero tienen que darse ellos cuenta, sentirlo, y escribir la historia. Por eso, el principio de la Escuela es «sin historia no hay cámara».Bajo ese lema, en la sede que acababan de construir, ya habían realizado varias decenas de pequeñas narraciones audiovisuales entremezclando imagen fija y animación con una camarita de fotos, con papel y lápices de colores, con unas tijeras y mucho talento, con un computador y un programa Flash. Los niños contaban historias que iban desde «lo maluco que es que a usted lo molesten en el colegio», hasta «la tristeza de hacer la primera comunión con zapatos negros porque la inundación dañó los zapatos blancos comprados para la ocasión». Desde la historia del tío raspachín [recolector] de coca hasta la del abuelo que casi se lo lleva la avalancha del río cuando se fue el agua en el pueblo y tuvieron que ir al río a lavar la ropa.
Estuve mucho tiempo en la radio comunitaria, he hecho música, me gusta pintar y me gusta contar historias. Con todas esas herramientas, y convencido de que entre todos podemos armar cuentos, logramos que los pelaos aprendan algo que en este país no ha sido posible: que la gente trabaje junta. Si no salen cineastas o comunicadores, no importa; lo que importa es que aprendamos a construir en grupo y que desarrollemos la sensibilidad en todos los aspectos. Ah, y cuando hacemos algo y queda bueno, al director se lo celebro y le hago bastante alharaca para que a los otros les dé envidia y les dé ganas de hacer algo mejor. Esa es la mejor pedagogía: la pedagogía de la envidia.Llegué al Caquetá a asesorar y en realidad salí asesorado. Esta declaración de principios de Alirio fue un ingrediente fundamental para una investigación pedagógica que desde entonces ha permeado mis intervenciones en talleres de cinematografía con jóvenes de comunidades en regiones colombianas alejadas de los centros de poder. Tuve claro desde entonces que se trataba de una pedagogía dirigida a muchachos entre los ocho y los catorce años, una edad que les propicia una forma de aproximación a la realidad en la cual privilegian la invención lúdica en la creación, un acercamiento que cambia a medida que crecen y surge la necesidad de pasar de la animación a la imagen «real», momento cuando empieza otra problemática, otro enfoque, otra manera de encuadrar el relato, un proceder en el que la fantasía deja de ser lo imperante y se vuelve fundamental mirar, escuchar, descubrir y representar con otros parámetros las manifestaciones de la realidad. ¿Cómo hacerlo sin perder el sentido lúdico de la creación, ya fuese en la ficción o en el documental?
Guerra y ruido se confunden. ¡Pum! Explotó la bomba. ¡Bam! Cayó el cilindro. Ráfagas de metralla, tatatatá. Pánico. Borrón. ¡Ay! Grito descomunal. Cuerpo receptor, cuerpo agredido, cuerpo mutilado, cuerpo perdido. Llanto. Depresión. Silencio. Balazo, puñal, machete. Sangre, descuartizamiento. Vida ausente. Silencio. Eres tú el agredido o el testigo. ¿Permanecer o iniciar un camino a lo azaroso? O te quedas mudo, alelado, o los relatos del desastre se precipitan y se concentran en el presente. Y es de lo único que se puede hablar. Y puedes quedarte girando en torno al mismo trauma, te quedas rallado [perturbado] repitiendo el acontecimiento, aunque nadie te escuche. Mudez o verborrea se pueden convertir en lo mismo. El gesto de la tortura pareciera congelado. Es tan fuerte el guarapazo que se rompen los recuerdos, se pierden las esperanzas. No hay trazos de pasado, el futuro no hace parte de tu vida. Todo lo demás parece superficial, vano, inocuo.
¿Cuánto dura el estruendo? En ocasiones es un período lento, prolongado. Como decía mi abuelita, «no hay mal que dure cien años». Cien años para un humano son una eternidad y cualquier fracción de la eternidad pareciera durar lo mismo que el gran período. En otras ocasiones, quizás, un solo día. Basta un instante para perderlo todo. Supongamos que se repite y se repite hasta que, al final, llega el silencio…. y con él, la amnesia o, por qué no, el tsunami de recuerdos.
¿Será este cuadro una imagen detenida en el tiempo? ¿O será un simple cliché que se va conformando a medida que el inicio del relato se aleja de los acontecimientos?
El impacto de la guerra, el conflicto, la violencia, afectan de diversas maneras. El territorio se llena de víctimas, de victimarios y de testigos en apariencia indemnes. El gran dolor es cargado por las víctimas. Cada víctima es diferente. Cada cual vive el tiempo de su dolor de una forma u otra. Unos se quedan detenidos en el acontecimiento, el trauma, la tragedia. Otros intentan salir, caminan o corren, pero el dolor los acompaña. Para salir es necesario contar, comunicar, compartir, confesar, desahogar. Y es necesario tener un receptor, un escucha, no simplemente alguien que ha compartido el dolor, sino el otro, el que no se enteró, el indiferente y, en una situación ideal, el mismo victimario. Es imperante quitarle presión a esa energía concentrada en el cuerpo herido que es el mismo espíritu. El relato tiene que llegar y debe ser colectivo y particular. Cada comunidad, aparte del ejercicio de memoria para sanar sus recuerdos, necesita de relatores colectivos. La suma de relatos arma la estructura histórica de una comunidad. El dolor debe compensarse con otras visiones. El relato histórico encerrado en sí mismo se torna envolvente. A veces, incluso, cuesta decirlo, pareciera instalarse como una forma de vida y genera un extraño acomodamiento, como una razón de ser, un particular e inquietante orgullo en el dolor.
El relato necesita integrar el futuro. Bien sea visto como esa sucesión de presentes que se van produciendo en el tiempo a medida que la fecha fatídica se aleja, o como ese tiempo impreciso y situado más allá, moldeado con esperanzas y preguntas, como sea, el futuro debe recuperar primordialmente el relato del pasado, lo anterior al acontecimiento traumático, ese fondo que pareciera fijo, pero que en realidad se reconstruye continuamente con las nuevas experiencias.
En el Caquetá, en Colombia, en este momento es importante recuperar el derecho a todos los relatos. Ese es el gran regalo y el gran reto de la paz. Quienes vivieron el impacto del golpe deben unir los relatos. El relato del dolor es un fragmento del gran relato. Los que no fueron ensordecidos por el estruendo colaboran para que quienes se aturdieron capten la importancia de las pequeñas aventuras cotidianas. La cuestión radica en si hay o no hay voluntad de contar. Muchas veces no la hay. Se atascan los recuerdos. Urge entonces intervenir: ¿cómo acelerar procesos para que se instale en una comunidad la voluntad de contar? Y ahí es donde es importante la implementación de talleres, de procesos que ayuden a construir la necesidad y la cotidianidad del contar. En la comunidad deben encontrarse aquellos que pueden ser intermediarios, receptores y potenciadores de esos relatos. En los jóvenes está la materia prima. Son ellos quienes tienen el oído fresco y la actitud para manejar las herramientas de las nuevas escrituras.
He visto crecer a los chicos formados en la escuela de Belén, al tiempo que he visto al país cesar en sus ímpetus guerreros. He pensado desde entonces en las palabras de Alirio y en su decisión de mantener a los niños alejados del relato de la guerra. Al verlos crecer me pregunto: ¿y no será que ahora, como jóvenes, es el momento de que integren la totalidad de los relatos? ¿Que no tengan restricción temática? ¿Que asuman el peso de la historia que les ha tocado vivir? ¿No será importante mantener también viva la memoria de esos momentos traumáticos de la historia de una vereda o de un pueblo? Recordé las palabras de François Miterrand cuando fue elegido presidente de Francia en 1981:
Llenemos el pénsum de los colegios con historia. Es necesario mantener viva la memoria de la Segunda Guerra Mundial, del holocausto, mostrarles a nuestros niños la desgracia de los campos de concentración para que nunca vayan a repetir la desgracia.
Nosotros nos unimos a la construcción de la memoria lanzando cables para colgar recuerdos, empatamos imágenes y palabras como tablones de una tarima que aprenderá a mecerse al ritmo que le impongan las urgencias (Taller de la memoria).
El documental, o cine de lo real, es una forma de expresión que ayuda a construir el abanico de narrativas de la vida. Para realizar documentales se necesita una introducción en el género, sus posibilidades, su historia y, por supuesto, un conocimiento de las herramientas tecnológicas necesarias para producirlos, editarlos, distribuirlos. Es necesario adquirir un conocimiento en el manejo de estas herramientas, unas directivas conceptuales para acelerar los procesos de formación en el amplio espectro que ocupa la cinematografía de lo real, así como un conocimiento de la historia de la amplia producción realizada en todo el mundo y, por supuesto, tener disciplina y pasión con el oficio.
En las últimas décadas hemos sido testigos del más vertiginoso avance tecnológico. El audiovisual se ha vuelto cotidiano. Aquella herramienta costosa, antes casi imposible, la cámara, se volvió accesible. Cada quien en la capital o en cualquier rincón del Caquetá tiene un teléfono celular con el que puede filmar. Los computadores conectados al internet y las redes sociales son parte del mobiliario de cualquier biblioteca pública, colegio, y de cada día más hogares. Las imágenes filmadas pueden ser almacenadas, editadas y enviadas a circular por redes que llegan a todo el mundo. Pero también se han diversificado las plataformas de almacenamiento y consulta de la inmensa producción audiovisual internacional. El Caquetá, como todas esas regiones que durante siglos se han considerado periféricas y alejadas de los centros del poder, se integra al mundo. La periferia se hace corazón, propulsión del gran cuerpo terrestre, cuando logra generar contenidos, relatos, memoria.
En junio de 2017, unos meses después de la firma del tratado de paz entre el Gobierno colombiano y las Farc, regresé al Caquetá. Gracias a algunos fondos para proyectos en territorios de conflicto, por fin tuvimos la oportunidad de realizar un taller de no ficción, de documental, de cine sobre lo real. El proyecto tiene un nombre seductor: El Taller de la Memoria. Los municipios seleccionados fueron San Vicente del Caguán —el antiguo referente de la zona de despeje y ahora el emporio ganadero de Colombia, como lo califica una pancarta en la carretera cercana— y Florencia, la capital del departamento, que también se considera la capital del mestizaje, una de las mayores receptoras de población desplazada por el conflicto.
Fue la oportunidad de poner en orden las ideas y probar una metodología de trabajo fundamentada en las consideraciones de Alirio y en los resultados de los experimentos realizados en conjunto con los chicos de la EAI en procesos de formación mixta, en animación y ficción, tanto en Belén como en El Salado, un municipio en la región norte de Colombia convertido en símbolo del desbordamiento del conflicto colombiano por la acción violenta de los paramilitares. Fue la ocasión para decantar y amalgamar, con las experiencias mencionadas, lo aprendido durante dieciocho años de participación como tallerista a lo largo y ancho de Colombia, con un proceso de formación en las regiones, en cinematografía de ficción, llamado INI —imaginando nuestra imagen—, mediante el cual buscábamos que de manera libre, creativa, los jóvenes de las regiones contaran sus historias para tratar de encontrar la particularidad de su territorio, su imaginario, la gestualidad de sus gentes, la problemática y las esperanzas locales.
La selección de los participantes se hizo por convocatoria pública. El criterio de selección fue un simple pero muy revelador ejercicio audiovisual: se solicitó a cada candidato al taller que escogiera del álbum familiar una foto que tuviera para él un significado profundo, que la grabara con su teléfono celular e hiciera un escrito inspirado en esa foto. La sensibilidad y la capacidad de reflexión hacia lo visual quedaban expuestas de inmediato y sin ningún artificio. Una vez integrado al grupo, se le exigía que abriera un blog para que subiera su pequeña realización y así estableciera desde el primer día una función de comunicador con el mundo circundante; que tuviese y fuera dándole su sello, su estilo a su propio canal de distribución, a medida que fueran multiplicándose sus realizaciones; que fuese asumiéndose como un generador de contenidos.
A partir de la consciencia sobre la importancia del registro visual más cercano, más natural e íntimo con el que se cuenta, fuimos desarrollando una metodología de aproximación a la imagen en movimiento, con ejercicios que empezaban con la exploración de personajes y espacios cotidianos, con el propósito de modificarles su lectura hasta convertirlos en un gran set, en el gran banco de información donde se gestan las historias de la existencia. Haciéndole honor a su nombre, Taller de la Memoria, tratamos de que, en la primera etapa, los ejercicios se concentraran en restablecer el hilo de una historia fraccionada, interrumpida, contenida durante los largos años del conflicto. Privilegiamos la comunicación entre generaciones, buscamos tender lazos de respeto e interacción entre jóvenes y viejos. Propiciar que el nieto escuche, conozca, analice, comprenda y comunique la trayectoria del abuelo o de la abuela, que conozca la dimensión del papel social que desempeñaron esos actores de la vida durante décadas de búsqueda de la supervivencia cotidiana mientras el conflicto se apoderaba y trastocaba el país.
Este taller construye un relator en el seno de la propia familia, del barrio, del pueblo, en busca de acentuar el tono, el sello, de la intimidad. Hace evidente la diferencia entre el relato construido con la distancia inherente a la escritura de un periodista profesional o de un documentalista venido de afuera y la crónica gestada dentro de la misma familia. Durante el proceso, el joven, a quien denominamos «cinético» (practicante del cine de la ética, documentalista), se hace consciente del conocimiento que ha adquirido pasivamente durante años de convivencia con los personajes de su entorno, del valor de contenido en las vivencias y temáticas que conformarán su película. Durante el proceso de aprendizaje, a medida que la escritura progresa y el manejo de las imágenes se hace cotidiano, sutilmente va graduando la distancia necesaria para comprender el peso histórico de su relato.
Para ilustrar el proceso, los personajes y temáticas diversas abordadas en el Taller de la Memoria, reproduzco extractos de un diario que he escrito acerca de vivencias de algunas de las películas realizadas en San Vicente del Caguán y Florencia. Si los desean ver con fotos, recomiendo visitar mi blog, diegogarciamoreno.blogspot.com.
El caldo parao
Realización de Willington Hoyos y Stefanny Bríñez
La abuela se devolvió para Neiva después de toda una vida en San Vicente del Caguán vendiendo caldo parao [sopa reconfortante]. Cuando llegó con sus hermanas huyendo de la violencia del Tolima, ella fue la primera en poner un puesto callejero para vender sopita en las noches. Su marido no estaba de acuerdo con que ella trabajara, pero con qué derecho protestaba si él no conseguía más que lo suficiente para emborracharse y poner problema. La mujer se emberracó [enojó], consiguió una carreta, compró ollas y víveres en la galería y puso su puesto ambulante de comida. Con el tiempo, el negocio se creció y las bandejas se llenaron de tamales, morcilla, pollo cocido y carne asada. Otras señoras siguieron su ejemplo y los ventorrillos se multiplicaron, así como los amores y las rencillas entre el gremio recién fundado. Cuentan que una vez explotó una bomba en el pueblo y todo el mundo salió despavorido. La abuela de repente se encontró abrazada, muerta del pánico con otra vendedora. No se había dado cuenta de que era su peor enemiga. Pasado el susto, se murieron de la risa.
Con el tiempo, la plata alcanzó para construir pacientemente cuatro casitas en un rincón de la loma, a un par de cuadras detrás de la iglesia. Hoy, el callejón imperceptible parece un pueblito abandonado. Los únicos habitantes de lo que fue el barrio familiar son Willi, el nieto que levanta su rancho en un lote vecino a la casita naranja donde vivió la abuela; Estefanny, su compañera y mamá de su bebé Juan; y su hermanito Kalep. Como Bienestar Familiar cerró el jardín infantil que había en el barrio y los maestros de la educación pública están en huelga, los cuatro llegan puntuales a la biblioteca donde hacemos las clases del Taller de la Memoria.
Mientras el niñito corretea bajo las mesas y el bebé juega con un celular que pereciera hecho a prueba de guarapazos y mordiscos —o se amamanta o sueña o llora—, Willy y Estefanny se quiebran la cabeza tratando de encontrar la estructura adecuada para hacer el retrato documental de la abuela con las huellas que dejó entre los comensales que la visitaban y los familiares que heredaron el ventorrillo. Se preguntan a dónde irán a parar los puestos del caldo parao que, por el momento, el alcalde permite funcionar en el parque principal, en medio del estruendo de merengues y reguetones que lo invaden cada noche.
De las llamas a las brasas
Realización de José Santa, Andrea Pineda,
Jeferson Fabián Plaza y Benjamín Martínez
Antes de que salga el sol, María está caminando. Cuando camina, parece empujar el aire, los recuerdos, las moscas, lo que estorbe. Primero la calma y el bulto de comida del mercado para calmar el hambre de sus nietos. Los hijos no están. Están regados en los cementerios que adornan el paisaje de sus largas caminatas. Ochenta años de aquí para allá. De allá para acá. Y cambie de lugar porque el papá es violento y violador, de allá para acá porque el primer marido es borracho y ataca, como el segundo, como todos. Como la guerrilla que la sacó del norte, como los paras que la sacaron del sur, como el ejército que la sacó de donde llegó, de donde esté. Florencia es ahora una ruta diaria, de la casa a la plaza, de la plaza a la cita médica, del médico a la oficina de víctimas, que lleve otro papel, que declare, que demuestre. Camine que, caminando, a lo mejor, cualquier mañana le llegará alguna paga que indemnice sus recuerdos. La voz de María no acusa ni delata, son sus pasos los que cuentan el relato. La vida de María es así. Por eso camina con el bulto al hombro entre la plaza de mercado y la cocina, con la escoba sacando el polvo entre la salita y los cuartos, con la convicción de que esos muchachos, si Dios quiere, saldrán adelante.
El caucho
Realización de Gabriel Osiris Muñoz, Fabio Sepúlveda y Jeferson Martínez.
«Lo puse Osiris y a su hermanita Isis. Esos son nombres egipcios. A mí me gusta mucho eso de las culturas antiguas», dijo el viejo.
Osiris sonrió, y los brackets metálicos de sus dientes brillaron con el reflejo de la luz de los ledes que iluminaban tenuemente el comedor de la finca. Esta gente está actualizada, pensé: están equipados con pantallas de energía solar que durante el día alimentan una batería. El joven cultivador de caucho me miró como preguntándome: «¿cómo le parece mi papá, profe? ¿Será que sí sirve para personaje del documental?»
¿Que si sirve? En media hora, en un monólogo lento y lúcido, mientras Osiris con sus compañeros de curso, Fabio y Jefferson, alistaban tres linternas y una escopeta y se preparaban para salir a cazar una babilla en la cañada, invisible en esa noche sin luna, don Esteban me había contado la escapada de la casa de su familia en El Socorro, Santander, a los ocho años; sus primeras aventuras como mano de obra infantil, su vida de músico al regresar a su casa a los doce, su servicio militar por todos los rincones de Antioquia, desde Medellín hasta Urabá, pasando por Urrao; de sus andanzas como parrandero, tomatrago y trabajador en lo que fuera, entre plantaciones de tabaco y fincas ganaderas por toda Colombia, antes de emigrar a Venezuela, donde conoció a su mujer, la mamá de mi alumno, a la que hace ya treinta y pico de años se trajo para el Caguán; me había hablado de la Biblia, la coca, los raspachines y el enriquecimiento ilícito, de la guerrilla y, ante todo, de gerontología, su nueva obsesión. Las referencias al cuerpo y a la presión sanguínea, el desprecio a las farmacéuticas multinacionales, la alimentación sana y las transformaciones de la energía son y serán su obsesión ahora, cuando es consciente de su desgaste y no está dispuesto a convertirse en carga para su familia. Cuando me fui a dormir, los muchachos no habían regresado de la cañada.
Al día siguiente, al abrir los ojos, no vi ninguna babilla. Vi una casa amplia construida con grandes tablones, rodeada de árboles frutales y plantas tropicales, envuelta en un revoloteo de pájaros y gallinas y pavas y conejos. Mientras la mamá nos preparaba el desayuno en un horno de carbón, Fabio grababa los quehaceres del viejo y de su hijo. En el cortometraje documental que haremos, con énfasis en el retrato de un viejo, Osiris quiere hablar de la plantación de caucho que su papá sembró pensando en el futuro de su hijo.
¿Habrá un material más maleable que su padre?
A volar que ya emplumó
Realización de Diana Mendoza, Yuli Correa, Brayan Yara, Johan Sudor
Cuando la nostalgia ataca, la abuelita de Yuli agarra su celular con la mano que no tiene argolla, busca su canción y un rinconcito, y la canta a dúo, muy pasito, como si fuera un silbido. Hace muy poco tiempo que Yuli se enteró de la verdad. Cuando estaba muy joven, la abuela se enamoró perdidamente de un buen muchacho que le decía palabras dulces al oído, pero su papá la hizo casar a la fuerza con el chofer de la chiva del pueblo, un señor que ella no amaba y que ni siquiera tenía el dinero para comprarle la argolla de matrimonio. El cura que ofició el casorio lo excusó porque el prometido encontró unos padrinos oficialmente casados que se la prestaron para la ceremonia, con la promesa de que el día que tuviera el dinero se la compraría.
Cuando la abuela reza, y es a diario, ella ruega por el descanso eterno de su madre, sus familiares y amigos y, vaya a saberse si es por costumbre, remordimiento o decencia, por el alma de su difunto esposo, quien, después de haberla llenado de muchachitos, una noche murió en un tropel de esos que suelen armarse entre borrachos. Terminado el ritual, la vela que alumbra el altar en la salita permanece encendida mientras ella vuelve al pasado, rememora las palabras dulces que aquel joven tan lindo y tierno le murmuraba al oído y repite entonada, suavecito, las palabras de la canción que le dejó grabada en su piel como una argolla invisible.
«Ojitos negros encantadores, quién los tuviera a un lado de mí,La intimidad que logra este proyecto, dirigido con toda la sutileza femenina de Yuli y Diana, es un logro del taller. En su empeño por mostrar las costumbres ancestrales que han reprimido la libertad individual y las actitudes liberadoras que actualmente se manifiestan en la juventud, ellas han sido capaces de entrar en el espacio sagrado de los secretos familiares sin herir la intimidad de un ser querido.
me pesa mucho, bien de mi vida, vivir ausente, lejos de ti.
Me encuentro lejos, vivo pensando solo en la ausencia de esa mujer...».
Carmen
Realización de Yohan Bríñez y Charick.
A sus ochenta y pico, Carmen baila a las siete de la mañana dos veces por semana. Se levanta muy temprano, se baña, se maquilla y viste el uniforme de sudadera; prepara el desayuno y lo empaca en una cajita plástica; se pone el casco para montarse de parrillera en una moto-taxi y se va para la Casa del Adulto Mayor, a media cuadra de la Policía. Desayuna acompañada de sus parceros (compinches) y, en patota, con otros cuarenta adultos mayores, se va a bailar en el salón de la Casa de Cultura, detrás del garaje donde parquean las volquetas y las grúas de la Alcaldía.
«¡Que no es a bailar! Dios no permite eso. ¡Es a hacer ejercicio!», me dijo una anciana en su uniforme deportivo azul y blanco, el día que David, Catherine y yo llegamos a dictar clase en la biblioteca aledaña.
Johan es el encargado de la biblioteca, anima fiestas infantiles vestido de payaso, estudia administración pública, entrevista a los viejos del pueblo y les toma fotos para hacer un libro con sus memorias. Cuando supo que dictaríamos un taller de cine documental, decidió inscribirse pensando que ese oficio también podría servirle.
«Acabo de ver un banquete de historias para el taller», le dije en referencia a esa imagen de cuchos [viejos] agitados y sonrientes haciendo aeróbicos frente a un gran espejo en la sala de danza. Johan pareció iluminarse. Conectó cables en su cabeza, hizo un barrido entre las vidas que le habían contado cuando tomó las fotos y dijo: «¡Pues claro, doña Carmen es la propia para mi película!». «¿Si ves? Ya tienes avanzada la investigación, cuadra con ella».
Después de su sesión de artesanías, Carmen regresa a su soledad. Cuando la actividad cesa es cuando atacan los recuerdos, ella lo sabe y por eso está llena de propósitos… y algunas dudas. «El ejercicio me da energía y hasta me quita el dolor de las rodillas… pero, ¿sí servirá para algo ponerse a estudiar a esta edad?».
Camina hasta el borde del río y mira pasar las aguas. Johan sostiene fijamente la cámara mientras, con voz suave, la empuja a liberar ese caudal de recuerdos.
Sobre la corriente del Caguán bogan las memorias del pasado en el Tolima. Su papá, conservador, y su hermano, policía; la palabra chusma y la guerra con los liberales; la bala que mató a su hermano y esa tristeza dura, pesada, que le enseñó a Carmen que esta vida es mejor tomarla suavecito.
Sepúlveda, el constructor de todo…
Realización de Soley León, Jeferson Martínez, Eduard Bedoya.
Alto, flaco, forzudo, se ve que fue una viga. En sus brazos musculosos, envueltos en una piel arrugada, se dibuja un enorme mapa de venas. El relieve de sus manos es como una radiografía de la sabiduría de un endurecido constructor. Cada obra que hizo en el pueblo aumentó el caudal de sangre que las recorre. El puente colgante, la iglesia, el aeropuerto, el monumento al hacha en el parque —que parece la réplica de esa que vio en Armenia, donde vivió su juventud—, la escultura de la pareja de campesinos a la entrada del pueblo, las canales para el agua entre las aceras y las calles, todo en San Vicente del Caguán tiene la firma de Sepúlveda.
«Eh, ave maría: no me maté, de milagro, haciendo el campanario de la iglesia».
Como buen paisa, nacido Medellín, Sepúlveda adora los tangos y todavía le quedan
restos de ese vozarrón melodioso que acompañaba a Gardel, a Magaldi o a Juan Arvizu, cuando tocaba guitarra o ponía los discos que guarda en una caja de cartón en el piso de su cuarto. El problema es que ahora no tiene a quien cantarle. Sus hijos no vienen a visitarlo en esa casa amplia llena de herramientas, en el límite del barrio La Victoria, a diez minutos en moto-taxi del parque de San Vicente.
Alto, flaco, pero sin la musculatura de su abuelo, Fabio aceptó visitarlo cuando Jefferson y Solei propusieron que fuera su personaje en el documental del Taller de La Memoria. Cuando el nieto le pregunta si todavía toca la guitarra, él le contesta que sí, pero que se le dañó el puente y, claro, tiene que arreglarla. Piensa un par de segundos y mira la parte de atrás dentro de su casa.
«Mire, mijo esas bellezas de columnas redondas que hice; y allá arriba voy a hacer un mirador muy hermoso… claro que primero tengo que terminar de encementar el piso y revocar el baño. Ahí vamos, hombre, siempre hay mucha cosa para hacer…«
»Qué bueno sería que pudiera hacer el parque en esa arboleda que hay entre su casa y la cañada, Vieras vos la dicha cuando las señoras llegan por la tarde y se sientan en ese banquito que hice y se ponen a conversar de todo. Y si la Alcaldía pone la plata, yo les hago una acera que vaya derechita por ahí, hasta la carretera».
Hacer y hacer y hacer fue lo que Sepúlveda hizo en la vida y lo que quiere hacer hasta que se muera. Mira a su sobrino y a los pelados resolviendo dónde hay que poner la cámara y suspira.
«Hombre, es que es muy reconfortante que por fin alguien reconozca que serví pa’ algo en este pueblo.
El Taller de la Memoria es un proceso de formación audiovisual para jóvenes que aborda la memoria personal y colectiva, de manera elemental, sintética y práctica, por medio de las herramientas contemporáneas más accesibles de producción y exhibición. A partir de una exploración del yo, sus recuerdos y su entorno, el taller es un facilitador de la concepción, producción y exhibición de piezas documentales que, desde el primer día de labores, alimentan la comunicación, no solo con su comunidad sino con un mundo cada vez más cercano a través de redes de comunicación. Esta metodología prepara a los participantes para que, a corto plazo, se conviertan en cinéticos, suma de cine y ética, componente esencial del documentalismo, es decir, en generadores cotidianos de creatividad y reflexión a través del cine. Y, a mediano y largo plazo, con un trabajo metodológico de la sensibilidad y del intelecto, para que conformen grupos que profundicen en los relatos regionales y se conviertan en constructores de piezas que enriquezcan la memoria histórica del país. Que contribuyan a la creación de un espacio de diálogo necesario para la construcción de una sociedad más justa y pacífica.