Artículo de reflexión

Diderot en la era del pixel. Fotografía, memoria e identidad en el siglo XXI

Diderot in the pixel age. Photography, memory and identity in the 21st century

Diderot na idade do pixel. Fotografia, memória e identidade no século 21

Ariel Arnal
ariel.arnal@ibero.mx
Doctor en Estudios Humanísticos Departamento de Arte, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Recibido: 21 de julio de 2020
Aceptado: 3 de septiembre de 2020
Publicado: 16 de diciembre de 2020
ISSN: 1692-5688 | eISSN: 2590-8057

Cómo citar: Arnal, A. (2020). Diderot en la era del pixel. Fotografía, memoria e identidad en el siglo XXI. Mediaciones, 25 (16). 318-330. https://doi.org/10.26620/uniminuto.mediaciones.16.25.2020.318-330

Conflicto de intereses: el autor ha declarado que no existen intereses en competencia.


Resumen

La fotografía, como continuadora del grabado costumbrista y depositaria de memoria, ha sido desde sus inicios una herramienta de construcción de identidad, cumpliendo así con los cánones visuales impuesto por la Ilustración. Cuando hablamos del pasado de la fotografía, hablamos necesariamente de memoria. Esa memoria puede ser individual o colectiva. Es desde allí que construimos identidad histórica, desde esa memoria que recreamos una y otra vez. Desde las bases epistemológicas del Enciclopedismo, la fotografía ha sido ineludiblemente parte de esa construcción identitaria. Iniciado el siglo XXI, la tradición enciclopédica occidental, sufre una verdadera transformación gnoseológica. La revolución digital nos obliga a reflexionar sobre la manera en que construimos memoria e identidad. Así, desde la metodología de la historia visual, apuntamos hacia lo que consideramos los elementos constitutivos de la imagen fotográfica, más allá del soporte físico o digital.

Palabras clave: fotografía, identidad, memoria, estética, fotografía digital

Abstract

Photography, as a continuation of the traditional engraving and repository of memory, has been from the beginning a tool for the construction of identity, thus complying with the visual canons imposed by the Enlightenment. When we speak of the past of photography, we necessarily speak of memory. That memory can be individual or collective. It is from there that we build historical identity, from that memory that we recreate over and over again. From the epistemological bases of Encyclopedism, photography has been inescapably part of that identity construction. At the beginning of the 21st century, the western encyclopedic tradition undergoes a true gnoseological transformation. The digital revolution forces us to reflect on the way we build memory and identity

Key Words: Photography, Identity, Memory, Esthetica, Digital Photography

Resumo

A fotografia, como continuação da gravura costumbrista e depósito de memória, tem sido desde o início uma ferramenta para a construção da identidade, atendendo assim aos cânones visuais impostos pelo Iluminismo. Quando falamos do passado da fotografia, necessariamente falamos de memória. Essa memória pode ser individual ou coletiva. É a partir daí que construímos a identidade histórica, a partir dessa memória que recriamos repetidamente. Das bases epistemológicas do Enciclopedismo, a fotografia fez parte inevitavelmente dessa construção identitária. No início do século XXI, a tradição enciclopédica ocidental passa por uma verdadeira transformação epistemológica. A revolução digital nos obriga a refletir sobre a maneira como construímos memória e identidade.

Palavras-chave: fotografía, identidade, memória, estética, fotografia digital


“Onde están os regatos os que adoitaba saltar de neno? Onde foron as pombas da igrexa?
As ánimas do meu pasado xa migraron lonxe.
Non, estou de volta das terras namoradas do Sol e do ron
As miñas mans xa non son as miñas mans, os meus ollos xa non ven o que adoitaban mirar
O migrante do tempo son eu”.
Xosé Antón Guerra, Ollar o pasado deste xeito, 1954

“Somos lo que recordamos La memoria es nuestro hogar nómada Como las plantas o las aves emigrantes
Los recuerdos tienen la estrategia de la luz”.
Manuel Rivas, Somos lo que soñamos ser (fragmento)

La identidad histórica de un pueblo o nación se escribe, entre otras cosas, a partir de la memoria. Esa memoria a su vez, suele cimentarse también en la construcción de un imaginario visual común. Es lo que llamamos memoria e identidad visual común. Siguiendo los pasos del grabado costumbrista que surge con la Ilustración, como una propuesta visual para construir la identidad de los nacientes Estados nación, la fotografía se convertirá poco a poco en instrumento identitario a lo largo del siglo XIX y todo el siglo XX. Sin abandonar las bases epistemológicas del enciclopedismo del siglo de las luces, la fotografía convertirá al archivo en el depositario de la memoria, y por ende en el atanor de donde surge la identidad visual de un pueblo.

Ahora bien, esa memoria se encuentra en constante cambio, porque cambiantes son las circunstancias que la rodean. Como la mirada del emigrante, la mirada hacia el pasado cambia de sitio, se desvanece cuando tratamos de fijarla bajo el microscopio de la objetividad. Sin embargo, como la mirada del viajero, la verdad, su verdad, afirma sin dudar sobre la certeza de los acontecimientos remotos.

Si el mecanicismo de la fotografía del siglo XIX y buena parte del XX permitía aseverar que la objetividad residía en el fondo de una caja negra tocada milagrosamente por la luz, la revolución digital de nuestra época nos obliga por lo menos a reflexionar sobre las consecuencias epistemológicas sobre qué es la fotografía, para qué sirve y cómo afecta a la construcción de nuestra memoria colectiva.

La metodología de la historia visual -que no es sino la utilización y cuestionamiento de fuentes gráficas para hacer historia, es el punto de partida para levantar el andamio este ensayo. Desde los años setenta del siglo pasado, cada vez más autores aportan no sólo la experiencia empírica de diversas investigaciones monográficas sobre la fotografía (y también el cine) y sus implicaciones sociales, sino que paulatinamente se han ido sentando las bases metodológicas de lo que hoy denominamos historia visual, historia gráfica o fotohistoria. Así, a pesar de que por ejemplo casi de la mitad de la producción cinematográfica de Hollywood refiere a películas históricas, la reflexión sobre la relación entre el pasado y el cine como fuente histórica es casi inexistente (Jowett, 1970, págs. 799-813). Para Boris Kossoy la fotografía es un documento histórico en forma, porque en primer lugar posee información directa, además de información plausible de ser interpretada por el investigador (Kossoy, 2001, p. 56).

Definir la fotografía como un índex, una huella de la realidad, es ya común desde hace varias décadas. Pocos son los autores que aún consideran a la fotografía como prueba de lo que realmente sucedió. Hoy sabemos que, como cualquier lenguaje, las imágenes son aparentemente poca cosa sin el contexto que las define, que les da vida y las hace hablar más allá de lo que realmente son, un instante, una huella de luz, apenas un suspiro de realidad.

Ese contexto responde a un lenguaje visual que dialoga con otras formas de expresión más tradicionales, viejas conocidas de la historia. Nos referimos a las fuentes escritas, a la historia oral, y a todo aquello que la Historia de las mentalidades rescató de la cotidianeidad del pasado y lo puso bajo la lupa del investigador. Ese diálogo resulta imprescindible para interrogar y comprender una imagen. Si la empatía es la principal herramienta para conocer a nuestros semejantes, la fotografía requiere de lo mismo; la empatía con la fuente constituye un pilar fundamental para iniciar y entablar ese diálogo. Del mismo modo, recurrir a otros referentes que nos permitan contrastar la información gráfica proporcionada por la fotografía, nos concede la particularidad que define cualquier investigación, la pretensión de objetividad.

La objetividad constituye la piedra angular del mito fundacional de la fotografía. Herramienta de científicos y pintores en sus primeros años, a lo largo del siglo XIX la fotografía constituirá la prueba de realidad, el acontecimiento innegable, la afirmación de lo incuestionable. Pero esto no es responsabilidad de la fotografía, del objeto que guarda y resguarda la luz en un negativo de cristal. La objetividad, como el discurso, responde a convenciones paradigmáticas de cada tiempo y sociedad. Así ocurre con el positivismo reinante en el siglo XIX. La búsqueda enciclopédica de la “verdad objetiva y científica” otorga a la fotografía —gracias a su procedimiento mecánico, no humano—, el cetro de legitimidad del registro objetivo del acontecimiento. La verdad es ahora plausible de ser registrada y la fotografía es su fiel escudero.

Pero no hay mal que dure cien años, ni paradigma que sobreviva al transcurrir del tiempo. A finales del siglo XIX, Dilthey separaba las ciencias humanas de las ciencias naturales, otorgando modestamente a las primeras la particularidad de que la objetividad es socialmente convencional y además constituye tan sólo una declaración de intenciones, nunca un fin en sí mismo (Dilthey, 1979, p. 73).

Pero la fotografía es producto de un juego mecánico donde aparentemente no interviene ni el sentimiento ni la cuestionable racionalidad del ser humano. Por lo mismo, en los albores del siglo XX, este medio aparentemente sorteará con éxito los avatares paradigmáticos de las ciencias humanas. ¿No es acaso la fotografía hasta nuestros días una prueba objetiva de nuestra identidad plasmada en un pasaporte?

A la supuesta objetividad de la fotografía, a aquella que merece ser noticia por verdadera, como la fotografía periodística, Vilém Flusser responde en términos que siguen sin duda el cuestionamiento diltheyano (2011, p. 59). El mecanicismo inherente a la fotografía, brinda una sensación ilusoria de objetividad: dicho mecanicismo no es más que una herramienta del verdadero significado y objetivo de la fotografía, como lo son un lienzo y un pincel en un óleo. El significado del mensaje fotográfico ha de leerse en su contexto, el cual se construye paulatinamente desde la composición del cuadro por el fotógrafo, el consiguiente disparo, hasta la diagramación en prensa y la lectura final por parte del espectador.

Ahora bien, como lenguaje que es, la fotografía es plausible de ser leída desde el mundo de los símbolos. Estos —los símbolos— pueden ser básicamente de dos tipos, aquellos que responden a la convención lingüística de señas, y aquellos que son portadores de un significado incompleto, donde el diálogo entre el símbolo y el espectador resulta imprescindible para completar el mensaje (Gadamer, 1996, p. 65) Este punto de vista de la Hermenéutica del siglo XX, sienta las bases no sólo del mensaje estrictamente informativo y su consecuente interpretación en la lectura por parte del espectador, sino que nos permite ir un poco más allá y caminar tímidamente en lo que es la experiencia estética, concretamente en la catarsis como meta final de toda fotografía.

Es por ello, porque la fotografía es un mensaje que su producción obedece a las fases tradicionales de la experiencia estética y por ende a una interpretación de la realidad que comienza aún antes del disparo. La composición del encuadre y delimitación del objetivo lo asignamos a la poiesis. En este punto hallamos desde el tradicional placer que produce en el artista la creación artística hasta ¿por qué no?la definición formal y elección del objetivo de, por ejemplo, una fotografía aérea retratando las bases de misiles soviéticos en Cuba en octubre de 1962. En este ejemplo extremo, el fotógrafo aéreo ha elegido cuidadosamente lo que serán las condiciones de disparo fotográfico, sabiendo que posteriormente sus imágenes serán leídas técnicamente (aísthesis) y finalmente interpretadas en un contexto social y político, estableciéndose como resorte de un accionar político, catarsis. Ejemplo extremo, sí, pero que sigue sin duda las pautas establecidas en la creación de una imagen (Jauss, 2002, p. 76).

Desde el punto de vista de Hans Robert Jauss, la experiencia estética como experiencia autotélica rompe los límites de la razón, confundiendo así la antigua clasificación entre experiencia estética, teórica y práctica en un proceso no diferenciado, apenas con matices particulares. Toda experiencia teórica es para Jaus s autotélica, como toda experiencia estética es necesariamente intelectualizada. En este sentido, Jauss no hace sino seguir el camino trazado por (Marcusse, 1981) y (Valéry, 1960).

Todo ello es posible porque la creación del lenguaje fotográfico va más allá de la mera información gráfica. Responde a un lenguaje simbólico que halla la clave de su lectura en esa otra parte de lo que Eco definió como información faltante, aquella que el espectador debe completar. Esto, la unión del mensaje sólo puede darse si ambos –autor y espectadorcomparten dicho lenguaje. Esa es la razón por la que fuera del contexto, buena parte de las imágenes son comprendidas de manera ajena al código compartido, o de plano resultan incomprensibles para lenguajes y convenciones simbólicas externas. Sin embargo, hallamos también imágenes cuyo significado es universal, composiciones que logran transmitir el mensaje, a veces unívoco, a través del tiempo y la geografía. Es lo que Jung (Jung, 1984, p. 32) denominará símbolos universales y a lo que Guénon (Vâlsan, 1962, p. 17) atribuirá un origen divino y perenne. No importa si el origen es divino o humano, ya que no es este el lugar de una discusión teológica. Ya sea por su origen único divino o por la simple naturaleza del ser humano, la lectura de este tipo de símbolos es universal y atemporal. La composición de una madre con el hijo en su regazo alude siempre a los mismos valores, sea cual sea el autor, sea cual fuere el espectador. “La Piedad”, o la “Virgen o con el niño”, en su significado simbólico es siempre el mismo, la dulzura, la ternura del amor de una madre a su hijo, sea ésta una obra pictórica del Renacimiento italiano o una fotografía del periodo de la Revolución mexicana donde una enfermera es captada con un bebé en brazos, exactamente en la misma composición de un tradicional retablo de la Virgen María con Jesucristo infante.

Figura 1.

Fuente: Abraham Lupercio, Ciudad de México (Magdalena Contreras), c. 3 de agosto de 1914.
La Ilustración Semanal, 3 de agosto de 1914. ©Hemeroteca Nacional de México.

Ahora bien, es justamente esa objetividad la que permite a la fotografía convertirse en metáfora. Es precisamente allí donde el símbolo compositivo inherente a la fotografía se convierte en discurso. Eco nos habla de cómo la intención del artista —en este caso el fotógrafo—, más que enviar mensajes explícitos, los sugiere. De este modo, la metáfora fotográfica permite interpretar de diversas maneras el mensaje fotográfico, muchas veces incluso de modo contradictorio. Tal es el caso de la famosa fotografía de la agencia fotográfica Hermanos Mayo, aquella donde, según el testimonio del autor Faustino Mayo (Faustino del Castillo), una madre llora en la morgue sobre el cadáver de su hijo -Luis Morales Jiménez, militante comunista y estudiante del Instituto Politécnico Nacional, asesinado por matones del sindicalismo oficial mexicano, los Camisas Doradas. Se trata de una fotografía tomada durante la represión a la manifestación alternativa del 1º de mayo de 1952 (Mraz, 199, p. 30 y Mraz, 2018, p. 69). El reportaje del que forma parte estaba destinado a publicarse en la revista Mañana, pero esta fotografía no apareció, porque sugería un mensaje directo y explícito, a saber, el oficialismo reprimiendo al sindicalismo contestatario con un resultado a todas luces criminal. Sin embargo, esta imagen fue posteriormente publicada tres años después con un pie de foto que edulcoraba el sentido de la información original, convirtiéndola en una nota roja totalmente descontextualizada de su origen político: una madre llora frente a su hijo muerto en la morgue de la Cruz Verde. No sólo el pie de foto, sino la circunstancia de la publicación permiten -o desvirtúanla lectura completa de la imagen (Richtin, 2009, p. 180).

Figura 2.

Fuente: Hermanos Mayo, Ciudad de México, Cadáver de Luis Morales Jiménez, 1º de mayo de 1952
Fondo Fotográfico Hermanos Mayo, © Archivo General de la Nación, México.

Aquí el mensaje simbólico universal es claro. La composición y la historia incuestionable es una madre llorando sobre el cadáver de su hijo, la Dolorosa, la Piedad cuyo canon compositivo y simbólico lo hallamos al menos en el Renacimiento. Sin embargo, el símbolo da paso a la metáfora de lectura múltiple. Es así como a partir de una información mínima, apenas descriptiva, la interpretación del espectador (editor de una publicación en este caso) completa esa información faltante. Podemos entonces afirmar que una fotografía es, desde el momento previo al disparo donde el fotógrafo compone e imagina un discurso, un diálogo entre autor, medio y espectador. Es así como podemos esquematizar el proceso fotográfico desde la experiencia estética del siguiente modo:

Poiesis. El fotógrafo identifica una oportunidad fotográfica, pone en juego su oficio, compone y dispara. Su voluntad creativa ha sido puesta en práctica a través del medio fotográfico.

Aísthesis. La copia en positivo llega a la mesa de redacción de la revista. El editor hace suya la información gráfica, descriptiva, e interpreta metafóricamente el acontecimiento. El efecto emocional que la obra produce es tal que lo considera incuestionable, a saber, el cadáver sangrante de un joven manifestante comunista asesinado y el irrefutable dolor de una madre.

Catarsis. El editor decide que el mensaje político que se transmitiría sería contraproducente a los intereses de la revista. Posteriormente, es publicada tres años después, acompañada de un contexto deliberadamente neutro con respecto a la información original, precisamente para completar el discurso fotográfico bajo una metáfora radicalmente distinta a la intención del fotógrafo. Paralelamente, siguiendo la propuesta de lectura original -la del fotógrafoDavid Alfaro Siqueiros integra la fotografía a su obra. El ciclo de la experiencia estética de una fotografía ha servido en esta ocasión para echar a andar otro proceso creativo, esta vez el mural “El arte escénico en la vida social de México” (Siqueiros, 1959). Añadir que dicho mural se pintó en vestíbulo del teatro Jorge Negrete de la Asociación Nacional de Actores, ANDA. La ANDA, sindicato oficialista, demandó a Siqueiros por incumplimiento de contrato, argumentando que no había pintado el tema encargado. El mural permaneció tapiado por orden judicial hasta 1969.

Dicho esto, veamos ahora qué papel juega la fotografía con la memoria, la individual pero también la colectiva. “Un país que no tiene cine documental es como una familia sin álbum familiar” (Le Monde Diplomatique – Desde abajo, 2011), suele decir el cineasta documentalista Patricio Guzmán, sugiriendo que sin álbum familiar no hay memoria y por ende tampoco identidad. La memoria es la percepción que del pasado tenemos, y pilar fundamental de nuestra identidad. Como percepción que es, es cambiante a medida que nuestros intereses se modifican en el presente. ¿Y el futuro? El proyecto del presente, sólo eso.

Ahora bien, el pasado, para ser convocado y de este modo constituirse en materia prima de nuestro proceso de recordación y de memoria, requiere catalizadores que no son más que aquellos objetos de los que nos rodeamos, como pequeños recordatorios de un momento pasado y que es reconstruido -reinterpretadopor ese viejo archivero que llamamos precisamente memoria. Clasificar es interpretar. Clasificar y jerarquizar nuestros recuerdos, aún de manera inconsciente, es interpretar nuestro pasado.

La fotografía se ha establecido precisamente como uno de esos objetos depositarios de la memoria por excelencia. El turismo empieza a desarrollarse tímida y marginalmente en el siglo XVIII bajo la forma de aquellos aventureros románticos denominados por entonces viajeros. Inauguraban así la corriente romántica del exotismo y se convertían en el medio objetivo que no sólo mostraba a través de grabado y estampa cómo eran los habitantes de tierras lejanas, sino que en primer lugar detentaban la posesión simbólica del lugar, para después, también simbólicamente, compartir esa posesión con aquellos que adquirían los grabados. Apenas se produce el nacimiento de la fotografía, el exotismo hace suyo el medio fotográfico por verdadero. Hoy sabemos que buena parte de dichas fotografías respondían a montajes que en realidad figuraban la percepción que el viajero tenía de tierras y habitantes lejanos (Carreño González, 2001, p. 60) La construcción del otro erigía veladamente la propia identidad, la del fotógrafo y su sociedad occidental. La fotografía exotista marcaba los límites de lo que no era dicha sociedad occidental, antes que definir lo que el otro -el ajeno y lejanorepresentaba.

En términos benjaminianos (Benjamin, 1994 p. 241), al aura propiamente de la creación artística, se le añadía el aura del sujeto fotografiado. Benjamin habla de la fotografía de su madre, la cual a su parecer transmite aspectos psicológicos y en cierta medida la historia de vida de la señora Benjamin. De ese modo, tanto el viajero del siglo XVIII y XIX, como el turista del siglo XIX y XX, llevaba consigo, atrapado en la luz de un negativo, el aura de lo lejano, lo poseía y lo clasificaba en su memoria. Era así como aquello distante y extraño pasaba constituirse en las fronteras de su propia identidad. La memoria resguardada en una fotografía, era cimiento de identidad individual y colectiva. A pesar de ello, señalemos que Bertolt Brecht, quien dudaba de la existencia de aquello que Benjamin llamaba aura, contestaba a su amigo con ironía. Una neutra e inocente fotografía del exterior de la fábrica de armamento Krupp permitía darnos cuenta de lo cruento del régimen nazi. Para Brecht la fotografía era sólo un retazo del pasado detenido en fracciones de segundo, la representación de la realidad, nunca la realidad misma. Sin embargo, para él -Brecht, ese era precisamente su valor, la intrepretación que de ella se pudiese hacer, tal como Benjamin lo hacía con la fotografía de Pauline Schönflies, su madre.

Ya fuese por el aura inherente a la fotografía o por ser simplemente una representación de la realidad, la fotografía es el percutor de la memoria. El ejercicio de evocar el pasado a través de un fetiche como la fotografía, es la verdadera intelectualización de la experiencia estética de la que habla Jauss.

“Recordar es volver a vivir”, reza el adagio popular, popularizado en los años ochen ta del siglo pasado por Kodak. Pierre Nora habla de “los lugares de la memoria” (1988, p. 260) como aquellos lugares, acontecimientos u objetos que se tornan en símbolos o ritos porque constituyen hitos de nuestra identidad. Los monumentos, los cementerios, las conmemoraciones, así como ciertos objetos, los convertimos por elección en depositarios y guardianes de nuestra memoria. La lectura de conjunto de todo ello nos permite traducir, comprender y englobar lo que somos, o con más precisión aún, lo que queremos ser. Cuando dichos objetos, lugares, ritos son personales, hablamos entonces de indentidad individual. Cuando son compartidos, estos se tornan colectivos y pueden aglutinar a un pueblo o nación.

Todo ello, nos permite mirar hacia el pasado, hacia nuestro pasado particular, el que hemos construido desde el presente, en ese tiempo y lugar donde archivamos y clasificamos enciclopédicamente los hitos simbólicos que nos permiten “volver a vivir” a través del recuerdo, que es decir la memoria. Cuando esos archivos y enciclopedias simbólicos pertenecen a un pueblo o una cultura, hablamos -de acuerdo a los cánones identitarios surgidos a finales del siglo XVIII de identidad nacional. El pueblo, como Estado nación, posee también, como cualquier individuo, su bagaje colectivo que le permite construirse y constituirse como pueblo, “reviviendo” el pasado conjuntamente.

Es así como se erigen desde los álbumes familiares hasta los archivos gráficos nacionales. Es de este modo como levantamos piedra a piedra, foto a foto, nuestra identidad visual, individual o colectiva. Pero esa imagen de lo que somos o pretendemos ser, responde también a un discurso, explícitamente visual en este caso. Es así como ese discurso, esa narrativa, se traduce en una particular y precisa manera de ordenar y jerarquizar la información gráfica. La manera de ordenar nuestro álbum familiar, o de catalogar un archivo, devela ese discurso, desnuda aquello que queremos ser. A través de eso, de un libro con fotografías, contamos una historia, nuestra propia historia, como individuos, como familia, como pueblo o nación. Desde el pasado, somos discurso, una narrativa que nos repetimos una y otra vez en el presente para conformar identidad.

Eso, acomodar, clasificar requiere decartar aquello que nos estorba y por el contrario colocar en lugar prominente lo que nos resulta significativo. Hasta finales del siglo XX, la tecnología fotográfica ayudaba a que esto ocurriese de ese modo. Llevar al hombro todo el equipo fotográfico, el juego de lentes, cargando apenas con un par de rollos de 36 imágenes, obligaba al fotógrafo a elegir, jerquizar en función de sus deseos, su discurso, aquello que era digno de fotografíar y por el contrario lo que debía quedar simbólicamente en el olvido. Por ello, el poseer un lugar y un tiempo, mudaba en un álbum, un portafolio de imágenes detonadoras de recuerdos, de memoria. Lo importante era el ejercicio de la memoria y la fotografía solo resultaba en la herramienta que permitía que ello sucediera.

Pero llegamos al final del siglo pasado y la tecnología fotográfica da un vuelco revolucionario. Para Laura González-Flores, esto significó no sólo un cambio tecnológico, sino una verdadera revolución paradigmática. Tras la forma aparente de revolución tecnológica de la digitalización de la fotografía, se escondía una manera nueva de acercarse al mundo, comprenderlo y registrarlo (González-Flores, 2018, p. 224). Desde ese puento de vista, dando una vuelta de tuerca a la premisa de González-Flores, podemos sugerir que la fotografía digital es definitivamente una cosa distinta a la llamada fotografía analógica. Lo interesante de esta propuesta es que cortaría de raiz la discusión sobre la superioridad técnica y conceptual de una u otra fotografía, analógica o digital. Se trataría así de dos maneras distintas de expresión, a través de dos herramientas tecnológicamente también distintas.

Comenzado el siglo XXI, la fotografía digital ha superado ya la desconfianza primera sobre su calidad técnica, y ha puesto sobre la mesa una nueva coyuntura que ha trastocado el universo de la imagen. Desde pensar qué es un archivo y cómo debe organizarse y conservarse, hasta el mismo concepto de memoria han debido redefeinirse, o al menos discutirse. La fotografía tradicional —llamada comunmente analógica, designada aún como fotografía química por otros— se ha visto obligada a asumir lo evidente, ese inmenso elefante sentado tranquilamente en la sala de casa que responde al nombre de fotografía digital.

Al respecto, el fotógrafo documentalista mexicano Rodrigo Moya -acérrimo defensor de la fotografía analógica, tradicional o químicainsiste no sin razón que es incorrecto llamar analógica a este tipo de fotografía, ya que la imagen, digital o química, es siempre una analogía de la realidad. Por su parte, John Mraz, bajo el mismo argumento, prefiere designarla como fotografía química frente a fotografía digital (Moya y Mraz, 2019).

Veamos al menos dos aspectos de las consecuencias de lo que la entrada de la fotografía digital significó; a saber, la redefinición del concepto de archivo, así como el mecanismo propio de la memoria y por ende de la identidad.

Antes de la era digital, el archivo fotográfico -familiar o institucionalse clasificaba y jeraquizaba al paso de la actualización constante de la memoria. Más allá de la cantidad, la calidad de la información como detonante de la memoria y por ende la identidad, era el criterio a seguir en la conservación y resguardo del objeto fotográfico. Seguía así los principios fundamentales del concepto de enciclopedia, donde la información acumulada lo era en tanto sirviese como herramienta para comprender el mundo. La explicación última debía responder a la pregunta: ¿cómo sucedieron las cosas? (Crampe-Casnabet, 2000, p. 65), y para ello resultaba imprescindible ordenar una cantidad limitada de información, de allí la necesidad de jerarquizar la misma para su posterior manejo.

La entrada en escena de la fotografía digital significó la posibilidad de generar información prácticamente infinita a un coste muy bajo. El sueño democratizador de Benjamin al fin se cumplía; todo el mundo tenía acceso a producir en primera persona desde las fuentes para el archivo familiar, hasta la información gráfica para un noticiero televisivo desde un teléfono celular (Flusser, 2011, p. 32). A medida que la tecnología no sólo se superaba a si mísma, sino que su coste se abarataba, fuimos adoptando la costumbre de producir cantidades ingentes de material visual, que en la práctica significaba la imposibilidad real no ya de visualizarla en su conjunto, sino siquiera de clasificarla. La abrumadora cantidad de fotografías producidas en un solo evento descartó el proceso de jerarquización y catalogación. Sólo aquellos que comprendían en profundidad el sentido de la información gráfica más allá de la operación técnica del disparo, pudieron conservar delicadamente el equilibrio entre multitud de disparos y la elección de la imagen que transmitía el mensaje deseado. Una vez más, el oficio y experiencia de los fotógrafos salvaba el día. Por el contrario, quienes no advertíamos la importancia de dicho proceso, nos engolocinamos con la cantidad por encima de la calidad. Perdimos el norte del espíritu enciclopédico y nos ahogamos en un océano de imágenes que nunca veríamos.

La cacería de imágenes se convirtío entonces en el objetivo. Desapareció el propósito de revivir o actualizar el pasado a partir de un catalizador de la memoria como era la fotografía. Conservar el pasado en el ahora, a costa de lo que fuere era el objetivo. Acumular esos retazos del pasado, gran cantidad de ellos fue la tarea a cumplir, como haciendo caso al positivismo comtiano donde se pretendía reconstruir todos y cada uno de los minutos de la historia. Miedo, miedo a perder el pasado, aún a costa de perder el presente. Eso es lo que paradógicamente se ha constituido en una variante de lo que hemos llamado presentismo. Es así como podemos decir que el presentismo fotográfico nace a la luz de las ventajas acumulativas que ofrece la fotografía digital. Atrapar el pasado, todo él, esa es la finalidad que mueve al múltiple disparo, a la necesidad existencial de registarlo todo, absolutamente todo.

“Quiero toda la información y la quiero ya”, sería la frase de esta nueva actitud para con la posesión del pasado en el presente, más que común en nuestro siglo XXI. La necesidad de poseer el tiempo pasado en el presente, con la mayor cantidad de información, conduce paradógicamente a todo lo contrario, a resumir siglos de historia en una imagen, una cápsula informativa de poco más de un minuto en el portal de Youtube (Hartog, 2007, p. 140). La reflexión de lo que somos a partir del pasado y a través de una fotografía se disuelve lentamente en ese océano donde cada gota de agua es una imagen producida para satisfacer la aparente sed enciclopédica del siglo XXI. Detrás de ello se esconde en realidad el miedo a abandonar el pasado, creer que la posesión simbólica del tiempo, ilusoria al fin y al cabo, es real y que su abandono es el vacío. Pareciera que sin los símbolos visuales del pasado se produciese un desierto identitario. Pero se olvida a menudo que la memoria es un constructo -consensuado o noy que por lo mismo es constantemente cambiante. Así, resulta imposible carecer de esa memoria visual porque su fundación depende de la voluntad y la razón. Asir el pasado es una ilusión necesaria, pero una ilusión al fin. Ser consciente de ello es precisamente el mecanismo que permite actualizar esa sensación y adaptar nuestra memoria en cualquier circunstancia. Si la memoria es fundamento de la identidad, y si esa identidad es colectiva, podemos decir entonces que poseer el pasado conjuntamente es construcción de identidad a partir de referentes visuales semejantes, referentes que llamamos nacionales.

Es preciso volver al sentido esencial del enciclopedismo, donde la jerarquización escogida por el lector o lectores de una imagen preside a la acumulación de información como meta en si mísma. Hoy es una certeza que los archivos digitales resultan mucho más difíciles de conservar que los tradicionales negativos y papeles positivos. ¿Qué hacer en el futuro con los archivos de importantes fotógrafos contemporáneos? No existen siquiera las condiciones informáticas para depositar tal cantidad de información, miles de fotografías en alta resolución. Asimismo, la fotografía digital ha perdido aquello que apuntaba la Declaración de Florencia en 2009, a saber, la historia de vida, palpable y material de una fotografía, desaparece para siempre (Kunsthistorisches Institut in Florence, 2009). La materialidad de la imagen nos habla de una historia cultural, social y política. Sus cicatrices son huellas que el investigador sigue pacientemente, verdaderos hilos de Ariadna que nos permite huir del minotauro de la oscuridad histórica. El trabajo de Jorge Moreno Andrés (2018) sobre el uso social de la materialidad de la fotografía durante el franquismo, es en este sentido esclarecedor.

Diderot apelaba al sentido del espíritu del conocimiento del cosmos, no a la gratuita acumulación de datos visuales. Lo que denominamos enciclopedismo no es un cajón de sastre donde cabe cualquer tipo de información. Es ese álbum familiar donde escogemos cada fotografía para de ese modo poder contar una historia, nuestra historia, como individuos y como pueblo. De lo contrario, corremos el riesgo de procrastinar nuestro objetivo, perdernos en el bosque de la sobrepresencia de la imagen. Como Jacques el fatalista, abriremos múltiples narraciones paralelas que nos permitiesen huir de la historia principal y desde allí no cerrar nunca ninguna de ellas, sin definir al cabo lo que somos o queremos ser. El poeta gallego Xosé Antón Guerra afirmaba que el emigrante, al volver a su tierra, pensaba que todo había cambiado; “O seu chan xa no era o seu chan”, su tierra ya no era su tierra. Sin embargo, la madurez y los años lo llevaban a asumir que quien cambiaba en realidad era él. Esa era la condición del emigrante. Como el viajero de Guerra, la fotografía es migrante del tiempo y del espacio. Pero la fotografía, como suspiro de una realidad pasada, no cambia. Cambiamos nosotros, cambiamos constantemente nuestra relación con esa imagen, porque todos los días hacemos y rehacemos nuestra identidad, a partir de ese cajón que ordenamos y desordenamos una y otra vez y que llamamos memoria. Sólo así, en esos cajones de memoria, construimos nuestro álbum personal y colectivo. Sin nuestro álbum familiar no tenemos identidad ni sentido de pertenencia, díría Patricio Guzmán. Sin nuestro álbum familiar no hay cultura, no hay pueblo, no hay nación.


Referencias

Benjamin, W. (1994). The correspondence of Walter Benjamin, 1910-1940, Chicago Press.

Carreño, G. (2001). Metales y alquimia. La técnica fotográfica en la construcción de la imagen mapuche, en Alvarado, M., Mege P., Báez, C. (Coord.), Mapuche. Fotografías siglos XIX y XX. Construcción y montaje de un imaginario. Pehuén.

Crampe-Casnabet, M. (s.f ) “Qu’appelle-t-on sentir ?”. Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédi, París, Journals, 2000.

Dilthey, W. (1979). Teoría de las concepciones del mundo. Revista de Occidente.

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Gadamer, H. G. (1996). La actualidad de lo bello. Paidós.

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