Hans Stange
hstange@uchile.cl
Doctor en filosofía, estética y teoría del arte.
Universidad de Chile. Chile.
Recibido: 27 de julio de 2020
Aceptado: 24 de septiembre de 2020
Publicado: 16 de diciembre de 2020
ISSN: 1692-5688 | eISSN: 2590-8057
Cómo citar: Stange, H. (2020). Arte y política como modos de conocimiento estético. Mediaciones, 25 (16). 246-259. https://doi.org/10.26620/uniminuto. mediaciones.16.25.2020.246-259
Conflicto de intereses: El autor ha declarado que no existen intereses en competencia.
Resumen
El ensayo aborda las maneras en que se han pensado las relaciones entre arte y política, por medio del concepto de representación, tradicionalmente, y de estetización, contemporáneamente. Se propone que el arte y la política participan de manera análoga de modos de conocimiento que no se reducen a lo meramente conceptual, sino que encuentran su sentido en la interpretación tanto de discursos como de formas estéticas, lo que es ejemplificado con tres casos de acción artístico-política desarrolladas durante el estallido social en Chile de octubre de 2019.
Palabras clave: arte, política, representación, estetización, conocimiento estético, estallido social, Chile.
AbstractEssay about the ways in which the relationships between art and politics have been thought, traditionally through the concept of representation, and now through the concept of aestheticization. It is proposed that art and politics both participate in modes of knowledge that are not reduced to conceptual frames, but find their meaning in the interpretation of both discourses and aesthetic forms, which is exemplified by three cases of art-politics actions developed during the Chilean social outbreak of October, 2019.
Keywords: art, politics, representation, aestheticization, aesthetic knowledge, social outbreak, Chile.
ResumoO ensaio aborda as maneiras pelas quais as relações entre arte e política foram pensadas através do conceito de representação, tradicionalmente, e estetização, na atualidade. Propõe-se que a arte e a política participem de maneira análoga em modos de conhecimento não reduzidos ao meramente conceitual, mas que encontrem seu significado na interpretação de discursos e formas estéticas, exemplificada por três casos de ação arte-política desenvolvida durante o explosão social no Chile de outubro de 2019.
Palavras-chave: arte, política, representação, estetização, conhecimento estético, explosão social, Chile.
«La alegría del arte no es su contenido, sino su modo de acción» Theodor Adorno
Este ensayo propone que el arte y la política son dos caras de una misma moneda, es decir, dos aspectos de un mismo modo de conocer el mundo. No se trata de un modo puramente teórico ni meramente sensible; es un modo que surge en los intersticios de la sensibilidad, la experiencia y la racionalidad. A través del arte experimentamos cierta idea de la realidad, lo mismo que por medio de la política. Desde esta perspectiva, se vuelve claro que descifrar las relaciones entre imaginación y sociedad es la clave de la comprensión contemporánea de lo artístico, no solo describir técnicas, temas o estilos. De manera similar, nuestro entendimiento de lo político ya no estriba en cuestiones de derecho u opinión pública, solamente; se vuelve central una comprensión de la experiencia de ideas tales como la justicia o la dignidad.
¿Cómo se piensa habitualmente la relación de arte y política? Al menos durante los últimos tres siglos, hasta la década del 30 del siglo XX, arte y política se piensan como una relación doble. Por un lado, vemos a la política como contenido del arte, es decir, a la política tematizada en el arte: obras visuales, literarias y cinematográficas representan las acciones de los poderosos, las alternativas de las luchas de poder, las revueltas de los pueblos, las intrigas de los pasillos del poder, etc. Por tanto, este planteamiento considera la política como uno de los temas de la representación artística, al igual que el amor, la muerte, el tiempo o la venganza.
Es posible ver esto, por ejemplo, en las obras históricas de Shakespeare acerca del mundo romano, como Titus Andronicus (1594), o en sus obras Ricardo III (1597), Enrique IV (1600-1623); en Fuenteovejuna de Lope de Vega (1619), en obras del siglo XIX como Yo acuso, de Zolá, acerca del affair Dreyfrus (1898); en novelas como La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín (1994), del mismo modo en que las barricadas son el tema en la pintura La libertad guiando al pueblo de Delacroix (1830) o en cómo Gericault toma un acontecimiento de debate público en La balsa de la Medusa (1819). Retratos de gobernantes y escenas de coronaciones pueblan las galerías y museos. Incluso, se puede apreciar en series contemporáneas: quizá el ejemplo más evidente es House of Cards (2013). Hay un sinfín de otros ejemplos en donde se ve que la política aparece como un tópico de la representación artística, como el contenido de ella.
En general, la representación de lo político en el arte apunta esencialmente, como ya se dijo, a la representación de las relaciones de poder: las revueltas y las luchas por el poder, las negociaciones, los secretos de los pasillos; el ejercicio del poder mismo. Existe también una representación de lo político como arte o ciencia del gobierno, por ejemplo, en Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar (1951). La novela tematiza de lo político su legitimidad, la validez de la autoridad; la necesidad de la política como la actividad que mantiene, restaura o destruye un determinado orden social. Se representa también la naturaleza humana del poder político, es decir, se asocian estas representaciones del poder con la ambición o la soberbia, la compasión o el desenfreno, la violencia o la indecisión, de las derivas mediante las cuales la política aparece como un producto de una naturaleza humana: los buenos y los malos gobernantes como buenas o malas personas, etc.
El reverso de esta relación es poner al arte como contenido de lo político. No es algo que interese particularmente en este texto, pero es un asunto de máxima importancia, aunque no aparezca explícitamente planteado sino hasta el siglo XIX. La producción artística siempre fue objeto del interés de la política, que con sus mecenazgos y patrocinios utilizó las representaciones artísticas para conservar su visión de la historia, escenificar su poder y simbolizar su visión de la realidad. En el marco de la Ilustración, comienza a plantearse la necesidad de definir ciertas funciones sociales que el arte y la educación estética deben cumplir en las sociedades modernas. La preocupación por la educación estética, por la autonomía de la sensibilidad y el desarrollo del buen gusto, van de la mano con la preocupación por expresar los logros de la civilización moderna, por universalizar las formas de las culturas europeas y producir nuevos imaginarios políticos que, en el contexto de las sociedades modernizantes, burocráticas y crecientemente racionalizadas, deriva en la concepción del arte como algo gestionado y administrado por lo político (véase Licona y Vélez, 2007; Maccari y Montiel, 2012; Cantero, 2014).
Este aspecto excede las preocupaciones del presente ensayo, pues conlleva una discusión acerca de las políticas públicas sobre cultura, la gestión política del arte, su institucionalidad y financiamiento, que merecerían un abordaje específico. Por eso, dejaremos este punto hasta aquí y proseguiremos nuestro argumento.
Desde esta perspectiva más convencional, decíamos, en el que vemos al arte como contenido de la acción política y a la política como tema de la producción artística, parece evidente que arte y política convergen en el concepto de representación. En el arte, la representación está asociada a la capacidad de imitar, reflejar y capturar la realidad, por lo que es uno de los problemas más antiguos y centrales en el estudio del arte –la mímesis (Tatarkiewicz, 1987; Bozal, 1987). También se vincula, ya más contemporáneamente, a los problemas acerca de cómo en el arte son reelaborados, repensados y recreados los contenidos de la realidad, proceso en el que participan tanto la imitación como la creatividad –por ejemplo, en las distintas formas de realismo o naturalismo.
Por otra parte, tenemos un concepto político de representación que consiste precisamente en la capacidad del discurso público, de los procesos institucionales, de la jurisprudencia y de los poderes políticos para expresar y dar cauce a las diferentes manifestaciones de los individuos o colectivos que se consideran detentores del poder o la soberanía: el pueblo, los ciudadanos, las clases o ciertos sectores sociales determinados (Bobbio, 1992, 2003). La representación en la política está asociada, por tanto, al discurso y los mecanismos a partir de los cuales se hacen presentes los actores políticos, a través de escenas o espacios como los parlamentos, las asambleas, los sindicatos, la opinión pública, las mesas de diálogo, los partidos, etc. –nótese enseguida la familiaridad que surge entre las ideas de representación política y artística, toda vez que se utiliza ésta como metáfora de aquella. La consabida necesidad de que la política tenga representatividad alude, entonces, al hecho de que los dispositivos, las instituciones y los cuerpos de la política sean capaces de recoger y de reflejar –como el arte– todas las distintas opciones de la realidad social1.
Estas nociones de representación, es decir, por una parte, la capacidad del arte para hacer presente lo que está contenido en la realidad y, por otra, la capacidad de las instituciones políticas para reflejar y para contener la diversidad de lo social, son bastante análogas y permiten establecer desde ya ciertos paralelismos entre las figuras del discurso artístico y el político. No por nada, en el «Prólogo en el teatro» del Fausto de Goethe (1808), las distintas aristas en la concepción del arte –la búsqueda de trascendencia del poeta, la necesidad de éxito y fama del empresario; la afición por el espectáculo y la mera entretención del cómico– pueden aplicar lo mismo al campo del arte, de la política o de las comunicaciones.
Estas ideas acerca de la representación, sin embargo, también están ya bastante superadas, tanto en la práctica del arte, como en la práctica política.
El arte, en primer lugar, ha evolucionado ya desde las vanguardias artísticas del siglo XX en adelante hacia un conjunto de movimientos y prácticas de experimentación estética que van mucho más allá de la idea clásica de representación (Wallis, 2001; Silvestri, 2013; Danto, 2010). El arte objetual, el arte conceptual o el ready-made, por ejemplo, desarrollan concepciones en las que la producción artística se remonta más allá de la representación y proponen nociones y relaciones estéticas que son al mismo tiempo relaciones políticas, cuestionando el sentido mismo de la idea de realidad representada, como es el caso de las pinturas de Magritte. Por otro lado, las acciones artísticas contemporáneas como la instalación o la performance ofrecen un potencial significante al gesto del ejecutante o la conducta del público, sustituyendo la noción de «obra» como un objeto o producto en el que se plasme una representación, por otra noción de «signo», en el cual este objeto se diluye en una experiencia estética que suscita determinados significados por medio de la forma. Estas prácticas contemporáneas anulan la diferencia conceptual entre realidad y representación; la distancia entre la cosa representada y su imagen son difuminadas, sobrepasando de manera ostensible cualquier idea de representación.
Por otra parte, los acontecimientos políticos durante el siglo XX han llevado también a cuestionar la idea de representatividad política que, si bien sigue dando sustento en el papel, por ejemplo, a la constitución de una serie de regímenes políticos contemporáneos, ya ha sido ampliamente cuestionada, de manera práctica y teórica, por fenómenos como los totalitarismos de la primera mitad del siglo pasado, o los procesos de globalización neoliberal de la segunda mitad, en los que se visibiliza cómo las instituciones políticas representan, en muchas ocasiones, los intereses de ciertas corporaciones o grupos de interés antes que los del pueblo soberano consagrado en sus órdenes constitucionales. Buena parte de la filosofía política contemporánea de carácter crítico refiere, precisamente, al desmoronamiento de los conceptos de representatividad política basados en la teoría liberal (Agamben, 2001, 2003, 2017; Abensour, 2017; Negri y Hardt, 2004). Toda la discusión que, por otra parte, se da en torno a la emergencia de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales, de las mujeres, de los migrantes y de otros grupos y sectores sociales que son marginados o subrepresentados, precisamente en el orden institucional, dan cuenta de la inadecuación de las políticas públicas a la idea de representatividad (Negri y Hardt, 2011; Eagleton, 2010).
Esto hace que dicho concepto aparezca, en el mejor de los casos, como un ideal, y en todos los casos como algo que no alcanza a ser adecuadamente realizado2. Así, tanto el arte como la política superan o ponen en crisis esta dicotomía entre la cosa real y la cosa representada, tanto en el sentido de un concepto de representación política que se va desustancializando, como en el sentido de un arte que ya se entiende de una manera posrepresentacional, o que entiende la representación clásica como un momento histórico del pensamiento del arte que no es el que define su contemporaneidad. Esto obliga a repensar, en los últimos noventa años, la relación entre arte y política.
En general, una parte importante de los autores que se han hecho cargo de esta reflexión (De Man, 1998; Rancière, 2006, 2009, 2013; Eagleton, 2007; Nancy, 2001, 2006; Richard, 2013) asume que el punto de quiebre de estas ideas sobre la relación entre arte y política, que inaugura un nuevo estadio en la reflexión, está en el concepto de estetización política de Benjamin (1936). El giro consiste en incorporar en la discusión acerca de las relaciones de arte y política un tercer concepto que ya no es el de representación, sino el de estética o, más precisamente, de estetización. De esta forma, tanto el arte como la política quedan subsumidos como partes de una discusión mayor, casi de carácter disciplinario, acerca de la naturaleza de la experiencia estética contemporánea y su relación con lo político.
El término de Benjamin, presentado en la década del 30, refiere a los procesos políticos constituidos por un fuerte componente estético, como resultado de la confluencia de transformaciones sociales (la emergencia de la cultura de masas), tecnológicas (los nuevos medios de producción y reproducción técnica) y culturales (las vanguardias modernistas). La preocupación de Benjamin en su época es que tales procesos sean aprovechados, en primer lugar, por movimientos totalitarios o populistas, tal y como ocurre en Europa durante la década previa a la Segunda Guerra Mundial, y no para profundizar en una conciencia y experiencia críticas que nos permitan tomar distancia respecto de los aspectos negativos de estos movimientos de masas, así como de las aceleradas transformaciones que el capitalismo industrial y postindustrial imprimen en las relaciones sociales.
Los autores mencionados, que han prolongado esta reflexión durante el siglo XX y lo que va del XXI, abordan desde este concepto problemas como las representaciones ideológicas en el arte o la producción artística de propaganda, por un lado, y cuestiones ligadas a la estetización de los medios o la vida cotidiana, por otra. Así, siguiendo más o menos la línea planteada por Martin Jay (2003), las opciones de la tríada arte-estética-política serían, esencialmente, dos: en primer lugar, el estudio de los procesos de estetización de la política, continuando el esquema de lo que plantea Benjamin originalmente, es decir, ocuparse de los cambios de sensibilidad de los sujetos políticos; en segundo lugar, estudiar los procesos de politización o ideologización del arte, entendiendo por tal la investigación sobre los cambios de sensibilidad y funcionalidad de los objetos estéticos.
La diferencia entre entender la relación arte-política a partir del concepto de estética, y no desde el concepto de representación, es que el foco ya no está puesto en los contenidos del arte (en la política como tema del arte, o en la representación como principio de la política) sino que ahora el acento se encuentra en la conformación del fenómeno. Lo que se plantea, al hablar de estetización, es aquello que constituye lo mismo al arte que a la política. Paul de Man (1998) es quizás quien ha desarrollado más teóricamente esta constitución estética de lo político y lo artístico, instalando una idea que luego retomaremos: que la estética es un modo epistemológico de comprender la realidad, toda vez que, tanto las teorías sobre el arte como las concepciones políticas, son el resultado de un determinado marco ideológico histórico y socialmente determinados. Es decir, De Man propone que la sensibilidad estética y política tienen en su base un marco ideológico que las configura a ambas.
La primera alternativa, la estetización de la política tiene como antecedente en la reflexión contemporánea los estudios sobre los movimientos autoritarios: la propaganda del nazismo, el fascismo y el estalinismo. No solamente porque estos utilizan el arte para hacer propaganda, sino también porque lo que hacen es transformar la puesta en escena y la narrativa de la política: la organización de una política de masas, es decir, una política que sobrepone a los principios legales, jurídicos e institucionales de la representatividad, los relatos y la dramatización de la acción callejera. Los movimientos socialistas también realizan este desplazamiento desde una política institucional hacia una política de masas, con su consiguiente propaganda. Los movimientos fascistas, además, sitúan como elemento central de su discurso las cuestiones étnicas o raciales. Por último, no colocan como actitud esencial de la política un repertorio de acciones institucionalizadas –votar, discutir en el espacio público o en el parlamento, legislar, administrar– sino que ubican como elemento organizador y rector de la acción política la marcha, el enfrentamiento callejero, la escaramuza, lo que da pie a una manifestación estética particular, por ejemplo, la poetización de la violencia política.
En ese sentido, la política es estetizada porque la política se transforma en una creación estética, en una narrativa, en una performance, en una dramatización, en una escenificación de ciertos elementos políticos y, por lo tanto, se entiende a la política como una producción estética. En general, esto siempre es objeto de una crítica, desde el punto de vista racional, porque es muy fácil que una política estetizada sea una política vacía de contenidos y, por lo tanto, que de pie al desborde de la irracionalidad. Muchos de los autores que construyen estas ideas acerca de la estetización de lo político en el periodo de los totalitarismos aluden precisamente a este hecho: ¿cómo se puede argumentar con un movimiento político que es pura forma y cuyos contenidos no son racionales, o aparecen implícitos? La crítica sería justa si realmente se pudiera afirmar que en la política deliberativa no hay también un componente performativo. Mas, sí lo hay, y ese es uno de los grandes hallazgos del concepto de estetización de lo político: que logra, precisamente, describir cómo la política deviene puesta en escena, narrativa, mito o espectáculo, y la comprende de esa forma.
La otra alternativa es la ideologización del arte: la reducción o instrumentalización de los recursos representacionales del arte (sus lenguajes visuales, poéticos y narrativos; sus tópicos, formas y géneros; sus formatos de presentación) al servicio de la movilización de ciertos contenidos o discursos políticos. Probablemente, su principal y más importante antecedente, durante el siglo XX, es el desarrollo de la propaganda, siendo el objeto de estudio más relevante el fenómeno de la transformación de las expresiones artísticas en simple comunicación de lo político, reduciendo los aspectos subjetivos o trascendentes de la experiencia estética a su mero contenido informativo y a su efecto en la conducta de los grupos o sectores sociales a los cuales se quiere movilizar.
Pero también, en esta perspectiva, se observan las confluencias entre la innovación y experimentación artísticas y la ideologización de la sociedad. No son pocos los movimientos artísticos del siglo XX que abrazan explícitamente ciertas ideologías políticas y las incorporan como un componente central de su producción –son, este sentido, movimientos artísticos ideologizados: el futurismo (que abraza al fascismo), el surrealismo o el construccionismo (alineados con la revolución rusa), etc.
Varias cosas salen a relucir con el concepto de estetización, que son cuestiones clave, en la actualidad, para la comprensión de la relación entre arte y política.
En primer lugar, la metáfora de la política como obra de arte, un elemento recurrente en todas estas discusiones (Díaz, 2012). La idea, cada vez más predominante, de que es posible comprender la realización de la política de la misma forma que se comprende la realización de una obra de arte tiene dos aspectos. En un sentido positivo, es posible entender la política como obra de arte, si se hace el símil entre el proceso creativo de un determinado sujeto y la manifestación y plasmación de las ideas de este sujeto en una realidad. Se puede pensar, por ejemplo, en los procesos revolucionarios como las «obras» de un sujeto histórico y colectivo, y se entendería entonces la dimensión estética que tiene un proceso de rebelión, de revolución o de transformación social, cuestiones ampliamente tematizadas, por ejemplo, en la literatura sobre la revolución rusa, o en la literatura sobre las conquistas y transformaciones sociales de los años sesenta. Asimismo, ha resurgido en los últimos años toda una producción estético-política, a propósito de las distintas crisis que están azotando al mundo contemporáneo: por ejemplo, la primavera árabe, o los estallidos sociales en Ecuador, España, Colombia o Chile. Por otro lado, en un sentido negativo, esta metáfora puede ser utilizada para remarcar precisamente aquellas operaciones por las cuales lo político pierde contenido y se transforma en pura escena o narrativa, es decir, en espectáculo. Bajo esa lógica, las políticas «cosistas» de los años noventa, la televisación de la política o la transformación de los candidatos en un producto para un mercado electoral implican valoraciones negativas de esta idea de la política como obra estética; más específicamente, como show.
Un segundo punto tiene que ver con la emergencia, tanto en el discurso político como en el artístico, de lo que algunos pensadores denominan mito (Sorel, 2005; Michaud, 2009). Los procesos de estetización de la política colocan a los mitos políticos, sociales e históricos (la raza, la nación, la identidad, el desarrollo, el enemigo externo, el castrochavismo, etc.) en el centro tanto de la producción estética y artística, como de la producción política. En esta centralidad del mito, vuelven a emerger aquellos contenidos que sobrepasan la pura idea de representación. Dicho de otra forma, el proceso de estetización de la política consiste en hacer política de un modo tal que los contenidos políticos empiezan a carecer de una estructura racional argumental y empiezan a devenir en estructuras mito-narrativas. Pero, al mismo tiempo, supone que se comienza a entender que estas estructuras narrativas ya no son solamente formas de representación o de reproducir la realidad, sino que se transforman en factores o principios para comprender la realidad misma. Podemos leer estas mismas claves mito-políticas en series tremendamente exitosas del último tiempo, como Game of Thrones (2011), por ejemplo, en la cual una serie de narrativas míticas típicas del acervo cultural europeo (el destino, el fin del mundo, la fuerza de los lazos de sangre) son reversionados para contextualizar una lucha de poder político (el juego de tronos, propiamente) al mismo tiempo que forman parte de la comprensión de la naturaleza misma de esa lucha de poder.
De nuevo podemos apreciar en esto dos sentidos posibles. Por una parte, resulta interesante constatar la profusión de relatos mito-políticos en una época que, paradójicamente, ha sido constantemente diagnosticada como carente de grandes narrativas a partir de las cuales se pueda comprender el presente; se ve que en realidad no hay una carencia de relatos, sino que estamos llenos de ellos. Por otra parte, en una perspectiva crítica, cuando el mito se transforma en el contenido de lo político y el principio estructurante de la representación artística, lo que se percibe es, de cierta forma, una regresión de la racionalidad moderna, porque tanto experiencia estética como política se transforman en una construcción a la vez performativa y comunitaria. Es decir, en una forma de pensamiento premoderno. En ese sentido, por ejemplo, es posible encontrar estructuras narrativas míticas en ciertas afirmaciones identitarias de grupos indigenistas, disidencias sexuales o independentistas actuales, lo mismo que en las concepciones ontológicas acerca de excepcionalidades o particularidades –positivas o negativas– de diferentes grupos étnicos o religiosos.
Jacques Rancière (2013) le llama a todo esto, al resultado de este proceso de ideologización estética, de estetización política, régimen estético de lo político. Este es el tercer punto por destacar acerca del concepto de estetización. Para Rancière, lo estético y lo político constituyen aspectos integrados en un mismo proceso colectivo en el que, mediante acciones políticas y formas de expresión estéticas, se visibiliza el cuerpo social de lo común y, a la vez, se establecen límites y exclusiones al respecto. A esto le llama reparto de lo sensible. Así, arte y política coproducen diferentes regímenes en el que lo social es a la vez percibido y representado, junto con lo que queda fuera de él.
¿Por qué se dan estas relaciones concomitantes entre el arte y la política y no, por ejemplo, entre el arte y la ciencia, o entre la ciencia y la política?
Propongo que esto ocurre precisamente porque la estética es la forma de conocimiento común tanto al arte como la política. Esta afirmación va en un sentido un poco distinto, pero complementario, al de las ideas de De Man; las relaciones entre arte y política no solo se explicarían porque las concepciones estéticas tienen un fondo ideológico similar al de las concepciones políticas, sino también por el hecho de que los modos en que adquirimos conocimiento y le otorgamos a nuestras experiencias un significado son también similares en el arte y la política.
Es decir, ambas son manifestaciones de una misma disposición epistemológica. Seguimos en esto a Adorno (1970), cuando propone que la experiencia estética pone de manifiesto en la obra de arte unos significados cuya comprensión excede el ámbito puramente conceptual o discursivo. Contra el pensamiento racional, que conduce a una reducción conceptual de la realidad, a su esquematización e instrumentalización, Adorno plantea que el arte se abre potencialmente a unas formas de sentido que son a la vez racionales e irracionales, empíricos y especulativos, sensibles y conceptuales. El conocimiento estético, así, es una forma de discurso y a la vez un modo de experiencia, que no puede ser reducido ni totalmente explicado y que, sin embargo, puede «representar» como totalidad una experiencia determinada. Así, por ejemplo, una sinfonía podría permitirnos «entender» un tópico determinado –digamos, la libertad– manifestándola a un tiempo como discurso y como experiencia, pero sin reducirla a su representación intelectual como concepto, visibilizando aquellas zonas de la emoción y la experiencia que, siendo
oscuras al entendimiento, igualmente conforman parte del «contenido de verdad» de la obra.
Algo similar podríamos afirmar de la política: ella manifiesta un momento de verdad de la realidad social que no puede reducirse a su representación conceptual, pero cuyo sentido es captado como un todo –discurso, experiencia y sensibilidad a la vez.
La política y el arte desarrollarían una parte importante de su labor, precisamente, bajo este modo de conocimiento. El arte no es sólo una forma de representar la realidad, o de expresar la interioridad del sujeto, sino que es una forma de conocer el mundo. Esto quiere decir que sus funciones en la sociedad no se limitan simplemente a comunicar, expresar o entretener (como rezan muchos manuales educativos sobre arte). Por otra parte, tampoco nuestra experiencia de la política se definiría solamente a partir de la categorización conceptual de nociones como las de poder u orden social, o desde una actividad puramente normativa o pragmática: comprendemos la política como un fenómeno cuya totalidad es experiencia, concepto, discurso y acción a la vez. En otras palabras, arte y política participan de un mismo régimen de conocimiento, el estético; son dos aspectos de una misma manera de conocer el mundo, que consiste en darle a este mundo un sentido o significado no sólo a partir del entendimiento conceptual, sino también a partir de todos aquellos aspectos formales y sensibles que no logran ser conceptualizados. El arte no representa a la política, ni esta «utiliza» al arte, sino que ambos participan de nuestro conocimiento estético del mundo.
Es posible dar tres ejemplos en los cuales arte y política convergen para hacernos conocer el mundo estéticamente.
El primer caso es el del colectivo LasTesis y su performance Un violador en tu camino. Desarrollada en el contexto de la revuelta social en Chile, visibiliza un tema eminentemente político, las relaciones de género, y una manifestación específica de esas relaciones, la violencia de género (BBC News, 2019). Sin embargo, al mismo tiempo, transforma la realización misma de la performance en un movimiento político. En el trabajo de LasTesis, arte y política convergen en una misma performatividad: una misma puesta en escena es, al mismo tiempo, un acto estético y uno político. No es una obra de arte, tampoco es una manifestación política; esos límites clásicos aparecen borroneados en la manifestación, en la transformación y en la constitución de una experiencia política a partir de la cual se puede conocer y comprender una realidad –la violencia de género– que, constitutiva como es de nuestra comprensión contemporánea del mundo, sin duda sobrepasa por mucho el ámbito de su descripción conceptual. Los aspectos estéticos de la performance; la organización y disposición de elementos en escena, la combinación de canto, grito e ironía; la repetición multitudinaria de la performance, la utilización de los pañuelos violetas y verdes, la caracterización de las participantes de la performance con vestidos negros, con pinturas que simulan moretones y sangre; incluso la manera en que se vocaliza, en que el texto de la performance es dicho con rabia, la simpleza de su repetición, la proliferación de las grabaciones caseras; el hecho de que sea una puesta en escena callejera y no en un teatro, que no sean intérpretes profesionales quienes lo realizan, etc., visibilizan mejor que cualquier discurso la rabia y el dolor provocados por la violencia de género; rabia y dolor que son fundamentales para su comprensión como fenómeno. La performance de LasTesis es un polo de reconocimiento (y una actividad casi de carácter epistemológico) cuyo carácter no está en lo conceptual, sino en lo estético. En ese sentido, arte y política encuentran su punto de reunión y su punto de convergencia.
Otro ejemplo, de carácter mucho más local, es la intervención artística realizada en el conjunto Empart de Ñuñoa, en Santiago de Chile, a comienzos de diciembre de 2019, y que lleva por título ¿Cuántos ojos faltan para que se abran los tuyos? (El Mostrador, 2019). La acción de arte supuso pintar cerca de doscientos balones de plástico como ojos ensangrentados, en referencia a las noticias conocidas durante las dos semanas anteriores acerca de brutalidad policial sobre los manifestantes. Uno de ellos, Gustavo Gatica, quedó completamente ciego y casi doscientos más (el número que se corresponde con los balones) resultaron con heridas oculares. Esta acción de arte llevada adelante por iniciativa de la artista Viviana Schneider, implicó la acción colectiva de toda la comunidad del barrio en el que se realizó. Estos balones fueron pintados por la comunidad, no hubo aquí artistas profesionales, y el discurso que organiza la presentación no es un discurso teórico o que implica la mediación plástica de la academia. Es un discurso que constituye una postura política de esta comunidad local respecto a los acontecimientos que están ocurriendo en el país. En ese sentido, la acción de arte es también una intervención directa; equivalente a publicar una columna en un diario, firmar una declaración, arrojarle huevos a un congresista o a una acción judicial. Es una acción directamente política porque su contenido es eminentemente una aserción política. Y, sin embargo, la manera en que esta aserción política se realiza no es mediante una declaración firmada o una manifestación en el parlamento, ni utilizando alguna de las vías habituales del discurso político, sino que opta por la intervención del espacio urbano y dura precisamente lo que demoró el municipio y la policía en retirar la mayor parte de estos ojos ensangrentados. Constituye, por tanto, un excelente ejemplo de consolidación de un discurso político y de un gesto estético como una misma única cosa, es decir, fusionados en un mismo principio, en un mismo modo de conocimiento.
La realización de esta actividad implicó, además del trabajo coordinado de toda la comunidad, la emergencia, la aparición visible de toda esta comunidad en la esquina de estas calles, en el montaje de estos globos, en la realización de un encuentro organizado a propósito. Por lo tanto, adquiere también un carácter escenográfico, un carácter narrativo de encuentro dramático. De esta forma, el que una pequeña comunidad a nivel barrial haya realizado una intervención artística de estas proporciones, como comentario o como respuesta directa al acontecimiento político, supone otro ejemplo de cómo arte y política convergen en una forma de conocimiento y de reconocimiento estético de la realidad.
Un último ejemplo, es la expresión «Chile despertó», que se ha utilizado constantemente para referirse a las manifestaciones sociales en Chile desde octubre de 2019 hasta ahora (Taub, 2019). La expresión es una figura retórica, una afirmación de valor poético. Sin embargo, es también la síntesis de un postulado político, que puede encontrar su explicación en una larga serie de textos, artículos y documentos que empiezan a desgranar y a conceptualizar los contenidos de la frase: la desigualdad, la injusticia social, la precariedad del sistema de pensiones, los problemas del endeudamiento de la población, la distancia cada vez más grande entre las élites empresariales y gobernantes respecto de los sectores medios y populares. Estos elementos, que describen analíticamente los distintos factores que conducen a la revuelta de octubre, no acaban de dar cuenta de la naturaleza experiencial de ese estallido. En efecto, todos los factores que confluyen en ese análisis conceptual son factores conocidos desde hace al menos una década o más, que pueden conceptualizarse largamente, pero que no alcanzan por sí mismos a explicar por qué ocurre la revuelta en Chile. No alcanzan a explicarlo porque lo que falta es, precisamente, un reconocimiento. Es decir, falta reunir el ámbito de lo conceptual con el de la experiencia, para comprender el fenómeno como totalidad. Frente a todas estas desigualdades e inequidades, estas injusticias que venían ocurriendo hace mucho tiempo, frente a todas estas situaciones Chile simplemente «despertó». En esta perspectiva, la frase deja ya de tener un sentido puramente poético y adquiere un sentido explicativo. «Chile despertó» se transforma en una frase que permite reconocer la causa, naturaleza y fondo del acontecimiento político.
A lo largo de este breve recorrido, se ha intentado hacer hincapié en cuáles son los aspectos claves de la relación entre arte y política, pero es importante que quede remarcado este último punto: que la forma más adecuada de entender esta relación hoy, a mi parecer, es comprender que arte y política son, en la actualidad, dos vías de manifestación de una misma manera de comprender el mundo. Más que dos disciplinas o fenómenos relacionados, son un solo medio de comprensión de la realidad.
Notas al pie
1 Esta cuestión se plantea también particularmente a propósito del discurso público de los medios de comunicación y del pluralismo informativo del sistema de medios.
2 Es posible ver ciertas representaciones artísticas, en el sentido más convencional del término, que vienen a cuestionar la idea de representación política, su crisis y sus límites. Se trata de trabajos artísticos que refieren temáticamente la crisis migratoria global, a la violencia contra las mujeres, a la persecusión étnica, etc. Por ejemplo, las obras de Alfredo Jaar. Lo interesante del caso es que, si bien se recurre a procedimientos artísticos contemporáneos, la mayor parte de este arte es «declarativo», por lo que regresa a una noción más clásica de representación –en este caso, de representación de un discurso político.
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