Variaciones semánticas del concepto de violencia
en la novela Los ejércitos de Evelio Rosero
como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una
cucaracha apareció brillante, como apareció otra vez, el grito: la
locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad
el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui
del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi
casa, en mi cama, boca arriba, la almohada en mi cara, cubriendo
mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más.
(Rosero, 2019, pp. 177-178).
El cuerpo individual encarnado de símbolos, polifonías y
multiplicidad de acentos es desmembrado, violentado,
desaparecido del entorno familiar. Al igual que Oye, Geraldina, la
sensual mujer que ahoga la fragilidad erótica de Ismael, junto a
Eusebito, su pequeño hijo, se convierten en los signos trágicos de la
novela. El ultraje al que son sometidos, sus muertes acometidas de
manera sádica, diverge totalmente del orden social sin que haya
una conciliación posible. Imágenes dantescas que han dado un
salto a lo profano, como nos lo recuerda Giorgio Agamben (2005);
un salto al vacío del sinsentido. Los paradigmas que más
profundamente modifican el concepto de humanidad que llega
hasta nuestros días forjan una disputa demencial con las acciones
barbáricas de aquellos intrusos que violentan sus cuerpos, que
hacen tambalear los presupuestos convivenciales establecidos por
la sociedad. Dichos actos son una secuela del dominio absoluto
sobre el mundo profanado.
Ismael transita en medio de una soledad desesperante por ese
paisaje de muerte, y narra, narra lo que ve:
Increíblemente pálido, yacía bocabajo el cadáver de Eusebito, y era
más pálido por lo desnudo, los brazos debajo de la cabeza, la sangre
como un hilo parecía todavía brotar de su oreja […]. Pensé en
Geraldina, y me dirigí a la puerta de vidrio abierta de par en par. Un
ruido en el interior de la casa me detuvo. Esperé unos segundos y
avancé, pegado a la pared. Detrás de la ventana de la salita pude
entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie,
contemplando algo con desmedida atención, más que absortos:
recogidos como feligreses en la iglesia a la hora de la elevación.
Detrás de ellos, de su inmovilidad de piedra, sus sombras oscurecían
la pared, ¿qué contemplaban? Olvidándome de todo, solo
buscando a Geraldina, me sorprendí avanzando yo mismo hacia