ARTÍCULOS DE REFLEXIÓN
Hacia una nueva moral civilizatoria: la dimensión socio-ecológica en la propuesta del Laudato si’
Towards a new civilizatory moral: The socio-ecological dimension in the proposal of Laudato si’
Rumo a una nova moral civilizatória: a dimensão socioecológica na proposta do Laudato si’
Revista Polisemia
> Corporación Universitaria Minuto de Dios – UNIMINUTO
ISSN: 2590-8189
Periodicidad: Semestral
vol. 15, núm. 27, 2019
Recepción: 04 Marzo 2019
Aprobación: 06 Abril 2019
Publicación: 15 Mayo 2019
Resumen: El presente artículo propone realizar un análisis de la encíclica Laudato si’ a la luz de la crítica y superación de los mitos fundacionales de la civilización occidental moderna que plantea dicho documento. El estudio destaca el importante papel que puede desempeñar la encíclica como referente ético, moral y social que permita concebir un nuevo estilo de vida; orientado a la construcción de un planeta habitable, socialmente más justo y ecológicamente sustentable.
Palabras clave: crisis civilizatoria, desarrollo sustentable, encíclica.
Abstract: The present article addresses an analysis of the encyclical Laudato si’, casting light to criticism and overcoming of the founding myths of modern Western civilization proposed in the document. This research highlights the crucial role that the encyclical could play as an ethical, moral and social reference that allows conceiving a new lifestyle oriented towards the construction of a more habitable, just and ecologically sustainable planet.
Keywords: civilizatory crisis, encyclical Laudato si’, dominant paradigm, foundational myths, sustainable development.
Resumo: O presente artigo propõe-se a realizar uma análise da encíclica Laudato si’ à luz da crítica e da superação dos mitos fundacionais da civilização ocidental moderna que o documento propõe. O estudo destaca o importante papel que a encíclica pode desempenhar como referência ética, moral e social que possibilitaria conceber um novo estilo de vida orientado para a construção de um planeta habitável, socialmente mais justo e ecologicamente sustentável.
Palavras-chave: crise civilizatória, desenvolvimento sustentável, encíclica Laudato si’, mitos fundadores, paradigma dominante.
Introducción
[…] hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres. Papa Francisco, Laudato si’, párr. 49.
Vivimos, como lo señala Lipovetsky, en una era de felicidad paradójica que reclama soluciones igualmente paradójicas. Puesto que:
Está claro que necesitamos menos consumo, entendido éste como imaginario multiplicador de la satisfacción, como derroche de energía y como excrecencia incontrolada de las conductas individuales […] Pero por otro lado también necesitamos más consumo: para que retroceda la pobreza, pero también para ayudar a la tercera edad, para mejorar las condiciones de la salud pública, para utilizar mejor el tiempo y los servicios, abrirse al mundo, saborear experiencias nuevas. (Lipovetsky, 2007, p. 15).
Jeremy Rifkin plantea también esta paradoja civilizatoria, en los siguientes términos:
La civilización empática comienza a emerger. Rápidamente, estamos extendiendo nuestro abrazo empático a toda la humanidad y creando un vasto proyecto de vida que engloba al planeta. Pero las prisas por alcanzar esta conectividad empática universal tienen que enfrentarse a un gigante entrópico que adopta la forma del cambio climático y la proliferación de armas de destrucción masiva. ¿Podremos alcanzar la conciencia biosférica y la empatía global a tiempo de evitar el colapso planetario? (Rifkin, 2010, p. 606).
Hemos estado instalados desde hace siglos en un sistema de creencias que fue coherente con otro momento histórico o período en la vida de la humanidad : la época de los grandes descubrimientos, el Nuevo Mundo, la Ciencia moderna y la tecnologías derivadas de ella, la constitución de los modernos Estados Naciones, la consolidación del sistema capitalista, la unificación del Sistema Mundo mediante la globalización y la enorme diversidad de avances científicos y tecnológicos que han permitido avanzar hacia la sociedad del hiperconsumo y del turboconsumidor (Lipovetsky, 2007). Esa realidad fue la de un mundo sin fronteras, un mundo por descubrir, un mundo donde no había límites para la aventura humana, de allí que el desarrollo humano estuviese asociado al crecimiento sin límites; de modo tal que, todo lo que significara expansión fuese visto como algo positivo.
Ahora bien, hemos alcanzado otro momento histórico en el que hemos desarrollado concepciones sistémicas y, a la vez, hemos descubierto los límites del sistema humano. Pero todas las instituciones propias de la Modernidad fueron acuñadas en el contexto de una visión de mundo, de una matriz epistémica o de un paradigma, según como se quiera llamarlo : el del crecimiento infinito, sin límites a la voluntad y creatividad humana. Por tal razón, nuestras prácticas sociales, nuestras creencias y nuestras instituciones siguen correspondiéndose con el período de ausencia de límites. Como nos advierte Yubal Harari:
En el siglo XXI, el gran proyecto de la humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover Homo sapiens a Homo Deus. […] Así bien podríamos esperar que la nueva agenda humana vaya a contener en verdad un solo proyecto : conseguir la divinidad. (Harari, 2016, p. 59).
De esta manera, aunque hemos descubierto la existencia de los límites planetarios, aún seguimos instalados en una moralidad, en estilos de vida, en instituciones y, principalmente, en un sistema de creencias que no se corresponde a la constatación –cada vez más evidente– de que vivimos en un mundo finito, en una realidad de contornos limitados2.
En ese contexto se ubican las propuestas hechas por el papa Francisco tanto en Laudato si’ como en Evangelii Gaudium. Estas que pueden ser leídas como un llamado a construir una nueva visión del mundo que apunte a construir la nueva moralidad civilizatoria, requerida para la supervivencia de la humanidad, acorde a este inédito momento histórico de carácter crucial.
El artículo realizará un esfuerzo para caracterizar los mitos, el cual lo entendemos como credos e imaginarios desactualizados y la moralidad subyacente o derivada del paradigma de la modernidad y su creencia en el crecimiento ilimitado. Para posteriormente presentar los aportes hechos por el pensamiento del Papa Francisco3, expresado particularmente en la Carta Encíclica Laudato si’, en la cual nos entrega su legado respecto a los principios fundantes de una nueva moralidad que cuestiona y rompe vehementemente con aquellos mitos instalados, a partir de la narrativa hegemónica construida hasta ahora, basada en la idea de una modernidad antropocéntrica y capitalista.
La creación sistemática del miedo al futuro
Las sociedades capitalistas –para poder transformar al trabajo en un factor de acumulación mediante la plusvalía– requirieron destruir sistemáticamente las formas de trabajo previamente existentes. Entre las palabras asociadas a la noción de trabajo se pueden encontrar conceptos provenientes de tres diccionarios de distintas lenguas: uno, el Vocabulario de la lengua aymara del P. Ludovico Bertonio (1984), publicado originalmente en 1612; otro el Diccionario de la lengua española de la Real Academia de la Lengua (1970); y el tercero el Webster’s Third New International Dictionary of the English Language (Babcock Gove, 1961). La comparación entre ellos permite encontrar más de 120 vocablos asociados a la noción de trabajo entre los casi 6.000 vocablos de la lengua aymara ; menos de 20 entre las casi 70.000 palabras del idioma español y un poco más de 20 palabras entre las más de 100.000 palabras contenidas en el diccionario de la lengua inglesa. El anterior ejercicio significa constatar el empobrecimiento conceptual en torno al trabajo producido en las sociedades modernas. Ello lleva a hipotetizar que este empobrecimiento en el sistema de lenguaje tiene que ver con el profundo cambio en el constructo social requerido para el desarrollo del capitalismo. Es algo que se puede apreciar cuando se constata la desaparición de todos los conceptos que hacen referencia a las formas de trabajo colectivo y comunitario, a los trabajos vinculados a las tareas domésticas y que integran parte sustantiva de la economía familiar, o a los trabajos que constituyen contraprestaciones de reciprocidad, entre muchas otras nociones invisibilizadas.
Se requería instalar esa nueva forma de trabajo específica, propia de la industrialización y del Capitalismo: el trabajo-empleo o trabajo asalariado. Que es el trabajo asociado al salario, al horario de trabajo, al trabajo dependiente, al período de la vida entregado a esa relación social y que culmina con la jubilación o la muerte. En eso radicaba el desarrollo, en llevarnos a todos a ser poseedores de un empleo, de un salario asegurado, recibido mensual o quincenalmente. De ese modo construimos una idea gobernada por el miedo, que ha permitido la enorme acumulación de riqueza por parte de unos pocos y de una inmensa mayoría que teme perder su empleo, y que es gobernada políticamente con la promesa de acceder a millones de empleos que eventualmente serían creados o de la amenaza de su pérdida.
Asimismo, en función de esto el trabajo se flexibiliza, se terceriza, se subcontrata, se informaliza, perdiendo su dignidad y haciendo perder así la dignidad de quien lo ejerce. Como ya ha sido planteado por Max- Neef, Elizalde y Hopenhayn (1986): “Al analizar una unidad productiva a fin de evaluar su eficiencia y su modo de organizar el proceso productivo, el paradigma ortodoxo de la teoría económica, basado en el concepto de función de producción, postula que el flujo de producción, durante un cierto período de tiempo, depende del stock de capital y del uso de una cantidad determinada de trabajo, combinados en una proporción dada. De ello se deduce que tanto el trabajo como el capital no son sino factores de producción, vale decir, insumos para el proceso productivo.
Bajo semejante perspectiva nada diferencia en un sentido formal, la máquina del trabajo humano: este se adquiere en el mercado como una mercadería cualquiera dado que tiene un precio (salario) y está sujeto al libre juego de oferta y demanda. Si en su versión primitiva trabajo y capital fueron, para la teoría económica, considerados homogéneos, posteriormente la noción de homogeneidad del capital fue superada por la llamada “Controversia del Capital” o “Controversia de Cambridge”. La idea de homogeneidad del trabajo fue trascendida por la “ Teoría del Capital Humano”, pero ésta redujo el trabajo humano a la condición de capital acumulable mediante inversiones en educación y entrenamiento. Además de ser objetable en el plano ético, esta teoría contiene un sofisma ideológico a merced al cual los trabajadores también aparecen, en cierta forma, como capitalistas (Birner, 2002).
Más allá de los reduccionismos aludidos, estas nociones omiten un conjunto de recursos relacionados con el trabajo y que la experiencia histórica obliga a considerar. El trabajo constituye mucho más que un factor de producción: propicia creatividad, moviliza energías sociales, preserva la identidad de la comunidad, despliega solidaridad, y utiliza la experiencia organizacional y el saber popular para satisfacer necesidades individuales y colectivas. El trabajo tiene, pues, una dimensión cualitativa que no puede explicarse por modelos instrumentales de análisis ni por estimaciones econométricas de funciones de producción. En el marco de las crisis periódicas del sistema capitalista, la dimensión cualitativa del trabajo se hace más manifiesta en las actividades que desarrollan muchas organizaciones de diversa índole. Se trata de elementos intangibles, no mensurables ni definibles en unidades comparables a las usadas para los factores de producción convencionales (White, 2007).
Ligados a una noción más amplia del trabajo, estos recursos desempeñan un papel decisivo al compensar la escasez de capital con elementos cualitativos para el aumento de la productividad. Entendido como una fuerza que moviliza potencialidades sociales, el trabajo más que un recurso, es un generador de recursos. La reconceptualización de los recursos –-incluido el trabajo– es necesaria y viable pues permite superar visiones unidimensionales que tienden a subordinar el desarrollo a la lógica exclusiva del capital”.
Lo que es posible afirmar es que, el surgimiento e instalación del capitalismo en las diversas sociedades que pueblan el planeta, a lo largo de los tres siglos recientes, requirió la sistemática destrucción de ciertas comunalidades, de muchas de las formas de solidaridad y convivialidad, y de innumerables formas de apoyo mutuo (Kropotkin, 2009; Polanyi, 1947). De ese modo crear el mito fundamental que sustenta hasta el presente las formas de expansión del capitalismo, que es el pavor a la escasez. Como provocativamente lo señaló Iván Illich:
[…] el horror de vivir con los hábitos de necesitar que, por décadas, ha establecido el desarrollo. Las necesidades que la danza de la lluvia del desarrollo provocó no sólo justificaron la expoliación y el envenenamiento de la tierra ; también actuaron en el nivel más profundo. Transformaron la naturaleza humana. Convirtieron la mente y los sentidos del homo sapiens en los del homo miserabilis. (1996, p. 157).
En este sentido, se fue instalando de manera sistemática en el imaginario colectivo el temor a la escasez, la perturbación ante la miseria, que es la ansiedad a perder el empleo y a no encontrarlo nuevamente, ya que, en el modelo construido por las sociedades capitalistas, las personas no ven otra forma de lograr su subsistencia y su reproducción simple y ampliada, que no sea mediante la venta de su fuerza de trabajo en la condición del trabajo asalariado, para asegurarse su subsistencia frente a la eventual escasez que puedan sufrir en algún momento de su existencia.
En su instigante libro, Miedo líquido, Zygmunt Bauman (20073) nos advierte sobre las formas más o menos explicitas de zozobra que afectan al hombre y la mujer contemporáneos. Una tiene que ver con aquellos que esbozamos en líneas anteriores, es decir, con la incertidumbre que tienen las personas de no poder conseguir sustentar sus vidas o de obtener algún tipo de trabajo destinado para ese fin. Otra forma de aprensión que nos atrapa es aquella que menciona Bauman en relación con la imposibilidad de ser seres integrados, que tengamos una situación estable y que nos permita mantener una posición acomodada en la sociedad. El tercer desasosiego tiene que ver con la conservación de nuestra integridad física, recelo asociado a la inseguridad que enfrentamos diariamente en ciudades cada vez más violentas y peligrosas. El recelo a la imposibilidad de mantener un padrón aceptable de subsistencia es, entre todos estos miedos, el que quizás más afecta a los ciudadanos modernos. Una angustia diseminada por todos los espacios de nuestra vida cotidiana, la que abunda en la medida que crecen nuestras incertezas y carencias en materia de seguridad y protección.
Tenemos la convicción de que la escasez estructural de empleo es seguramente el principal mito que sustenta las formas de dominación actuales. Gran parte de los problemas que enfrentan muchas de las sociedades “avanzadas” e incluso de las sociedades en transición, como es el caso de Chile, tienen que ver con el aumento del desempleo, incluso de personas altamente calificadas. Ello explica los crecientes síntomas de xenofobia por la desconfianza al inmigrante, el incremento de los nacionalismos y el desplazamiento de la votación tradicional de la clase obrera desde los partidos socialdemócratas hacia partidos o candidatos de extrema derecha ; esto último se ha visto en los recientes procesos electorales en Europa, en los que los partidos ultraderechistas están en auge, nutridos por las mismas fuentes de descontento : crisis económica, malestar ante la inmigración y rechazo a la Unión Europea. Se ha llegado así a esa condición descrita por el mismo Bauman en su libro En busca de la política:
Las personas que se sienten inseguras, las personas preocupadas por lo que puede deparar el futuro y que temen por su seguridad, no son verdaderamente libres para enfrentar los riesgos que exige una acción colectiva. Carecen del valor necesario para intentarlo y del tiempo necesario para imaginar alternativas de convivencia ; y están demasiado preocupadas con tareas que no pueden pensar en conjunto, a las que no pueden dedicar su energía y que solo pueden emprenderse colectivamente. (Bauman, 2001, p. 13).
Un somero análisis de las ofertas políticas propuestas en casi todos los procesos electorales, realizados en diversos países en los últimos años, permite constatar que la oferta ineludible es la creación de miles o millones de empleos. Promesa que no sólo ha sido incumplida en la mayoría de los casos, sino que además es y será crecientemente irrealizable debido a las profundas transformaciones tecnológicas que experimentan los procesos productivos globales (Schwab, 2016; Ford, 2016).
El mito de la autorregulación del mercado
Como apunta Karl Polanyi, el mercado es una institución social que existe desde el momento en el cual los seres humanos comenzamos a intercambiar los bienes y servicios que requeríamos para nuestra subsistencia:
El papel desempeñado por el mercado en la economía capitalista junto con el principio básico del trueque o cambio en la economía, exige una investigación cuidadosa de la naturaleza y origen de los mercados, si se quiere descartar las supersticiones económicas del siglo XIX. (Polanyi, 1947, p. 89).
La tesis de Polanyi, expuesta en los capítulos 5 y 6 del libro La gran transformación, es que el pilar más importante de la sociedad del siglo xix fue la creación de los mercados autorregulados. Sistema que tuvo origen en la búsqueda de ganancia que caracterizaba a la economía de libre mercado y fue, a su vez, la base y fundamento de la sociedad que se configuró durante este siglo de cambios. Se instalaron de manera hegemónica en esta epifanía, las ideas liberales que defienden a ultranza el libre mercado, dejando que se regule a sí mismo y sin intervención por parte de los Estados. Estas ideas se convirtieron en la base de la nueva sociedad, se tomaron medidas encaminadas al aumento de los beneficios y la mejora del sistema de mercado.
Sostiene Polanyi que, la idea del mercado autorregulado implica suponer que los mercados son agentes que se regulan por sí mismos, puesto que cuando un país compra demasiado del exterior y exporta poco su balanza comercial entra en déficit; por esta razón, su mercado se autorregulará haciendo que sea más caro importar productos de otro país, pues favorece el consumo de productos propios. Señala también que otro de los grandes errores, en pos de permitir el mercado autorregulado, fue el auge de que todos los factores de producción servían como mercancía, incluyendo tierras, naturaleza o trabajo. De tal modo que, todo se utilizaba en favor de un beneficio mayor, pero en contramedida reduciendo el bienestar de las poblaciones, que vivían en la ilusión de tener poder adquisitivo gracias a los bajos costes para la importación que permitía la autorregulación del mercado.
En este sentido, el mercado, aunque partiendo de supersticiones e ilusiones, se ha transformado en los dos últimos siglos en la institución hegemónica de la existencia de la humanidad. Bauman describe magistralmente como opera este mito en Vida de consumo:
Ellos son, simultáneamente, los promotores del producto y el producto que promueven. Son, al mismo tiempo, encargado de marketing y mercadería, vendedor ambulante y artículo de venta. Más allá del casillero al que los confinen quienes confeccionan las estadísticas, todos ellos son habitantes del mismo espacio social conocido con el nombre de mercado. Sin importar cómo sean clasificadas sus problemáticas por los archivistas gubernamentales o por la investigación periodística, la actividad en la que todos ellos están ocupados (ya sea por elección, necesidad, o lo que es más probable aún, por ambas) es el marketing. El examen que deben aprobar para acceder a los tan codiciados premios sociales les exige reciclarse bajo la fórmula de bienes de cambio, vale decir, como productos capaces de captar la atención, atraer clientes y generar demanda. (Bauman, 2007, pp. 17-18).
Tal como lo devela Hinkelammert (2007), el instrumento creado para liberar las fuerzas productivas termina transformándose en un artefacto para dominar al conjunto de la humanidad. Entonces, pareciera ser deseable y necesario lograr que el conjunto de la humanidad se encamine en un sendero que haga posible la creación de un mercado global que articule la totalidad del planeta. Este camino es el horizonte-mito fundamental que ha conducido el itinerario de casi la totalidad de los países del planeta, a partir de mediados del siglo pasado.
El mito del desarrollo
El mito del desarrollo se nutre de la ideología del progreso de nuestra civilización occidental ; ideología originada durante el Siglo de las Luces, pero difundida estruendosamente por la Revolución Industrial. Esto como producto de la masificación de las máquinas que demostraron tener una capacidad no conocida en las sociedades agrícolas, pero que, posteriormente, mostraron una enorme capacidad para crear riqueza suficiente y eliminar masivamente gran parte de la pobreza en las sociedades nacionales. Además, esta ideología del progreso fue reforzada por la concepción narcisista de la teoría evolucionista darwinista, que proclamó implícitamente que la especie humana era la más apta de todas las especies del planeta por su superior capacidad adaptativa que le permitía subsistir en cualquier medio ambiente y lograr siempre progresar.
La idea del desarrollo se encuentra encarnada en la conciencia de la humanidad desde la segunda post-guerra mundial, ella ocupa un lugar privilegiado en la construcción de una narrativa del progreso heredado del proyecto iluminista. “Nada hay en la mentalidad moderna que pueda comparársele como fuerza conductora del pensamiento y del comportamiento” (Esteva, 1996, p. 54).
Históricamente, el concepto de desarrollo comenzó a ser incorporado en la teoría social a partir del fin de la segunda guerra en 1945, precisamente como una forma de responder a los desafíos de la reconstrucción de los países directa o indirectamente afectados por esta conflagración mundial. Por este motivo, los países aliados comenzaron a pensar en la implementación de un nuevo orden mundial en el cual las pandemias que asolaron al planeta durante las primeras cuatro décadas del siglo xx fueran finalmente expurgadas o amainadas de la fase de la tierra : la guerra, el totalitarismo, el prejuicio, la discriminación racial, el desempleo, la pobreza, etc. En plena guerra, en el año 1941, las potencias aliadas elaboraron la Carta del Atlántico, en la cual se postulaba que los países signatarios se comprometían a buscar los caminos para que todos los habitantes libres del planeta pudiesen disfrutar de mayor bienestar económico y social. Estos propósitos fueron reafirmados en el Acta de fundación o Carta de las Naciones Unidas, firmada por 51 países en la Conferencia de San Francisco en junio de 1945. En esta Carta, los objetivos de desarrollo económico y social fueron claramente establecidos cuando en uno de sus acápites se señala que los pueblos de las Naciones Unidas estaban decididos a promover el progreso y mejorar sus niveles de vida dentro de una libertad mayor, emplear las instituciones internacionales para la promoción del avance económico y social de todos los pueblos, lograr la cooperación internacional necesaria para resolver los problemas de orden económico, social, cultural o de carácter humanitario y promover y estimular el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, sin distinción de raza, sexo, lengua o religión (Naciones Unidas,1945).
En este contexto, la temática del desarrollo aparece como parte de la agenda prioritaria para ser diseñada y emprendida por los organismos internacionales refundados desde el fin del conflicto bélico mundial. En América Latina debido a las dificultades encontradas por el abastecimiento externo de insumos durante la guerra, las ideas que sustentaban la superación de la dependencia de bienes industriales importados fueron adquiriendo cada vez mayor fuerza entre economistas y formuladores de política en los diversos países de la región, especialmente en Brasil, México, Argentina, Chile, Colombia y Uruguay.
Cuando se funda la CEPAL en el año 1948, se alude explícitamente que aparte de resolver los problemas económicos originados por la guerra “la Comisión dedicará especialmente sus actividades al estudio y a la búsqueda de soluciones a los problemas suscitados por el desajuste económico mundial en América Latina.” (Cepal, 1969)4. Las soluciones que eran pensadas a partir de estos supuestos se basaban principalmente en el estímulo a los procesos de industrialización y al crecimiento económico. Como resulta evidente, esta era una concepción de desarrollo fuertemente asentada en un ideario teleológico que suponía la idea de progreso económico y social asociada al crecimiento.
En ese sentido, la gran mayoría de los investigadores y economistas de la CEPAL adherían a las corrientes evolucionistas que concebían la dinámica social como una cadena de cambios progresivos hacia un nivel superior de bienestar material, social y cultural.5
Este modelo alcanza enorme auge e influencia en el medio cepalino, especialmente a través de los trabajos de José Medina Echevarría, quien con un enfoque esencialmente sociológico logra vincular esta batería conceptual con la noción de crecimiento y su énfasis en los temas del estancamiento económico, el pleno empleo y el papel del Estado en el estímulo a la empresa privada y en la generación de las capacidades productiva de los países de la región. De esta manera, modernización y crecimiento se funden en las tesis desarrollistas que explican las causas del subdesarrollo latinoamericano a partir de deficiencias en la inversión pública y privada, la ausencia de desarrollo tecnológico de tipo endógeno, la inexistencia de emprendedores y la persistencia de prácticas y creencias conservadoras y tradicionales por parte de un segmento significativo de la sociedad.
Este tipo de enfoques implicó el impulso de numerosas políticas tendientes a generar una mayor racionalización de la administración pública y en diversos aspectos de la vida social, en el sentido de propugnar valores, actitudes, instituciones y organizaciones afines con la modernidad, es decir, dignas de las sociedades desarrolladas. De esta forma, tanto en las versiones evolucionistas como en las histórico-dialécticas el desarrollo y el progreso suponen un cambio para un fin superior, o sea, para el perfeccionamiento de la condición humana. Ambas versiones de desarrollo, con modificaciones y agregados, sobreviven en el pensamiento contemporáneo y se encuentran en el substrato epistemológico (un sustrato que muchas veces permanece latente y poco cuestionado) de teorías económicas, sociológicas e históricas.
Es decir, el concepto de desarrollo adolece en muchos casos de un sesgo economicista, reduciéndose a un debate sobre el crecimiento y las diversas modalidades diseñadas para distribuir los beneficios generados por un aumento del pib de los países. “A pesar que simultáneamente surgieron otras teorías que contestaban esta visión –como la teoría de la dependencia, del desarrollo desigual y combinado o del colonialismo interno–, consideramos que esta idea de desarrollo permanece vigente hasta los días actuales, en el sentido que se asocia el progreso de las naciones, con la modernización, con el crecimiento económico y con un modelo cultural de inspiración occidental”. (De la Cuadra, 2015, p. 26).
El mito del desempleo
Asociado a lo anterior, nos deparamos enfrentamos con el mito que le atribuye a la recesión una seria amenaza a la generación de empleo, en tanto afectaría el crecimiento de las empresas. Este mito en realidad se presenta como una forma de condena de la fuerza negociadora de los sindicatos y la implementación de programa del tipo Welfare State, que terminarían por corroer las bases de la economía. Es un mito que en definitiva pretende frenar los procesos redistributivos. La única forma que hasta ahora hemos experimentado universalmente para distribuir el bienestar o la riqueza generada socialmente en las sociedades industriales, ha sido mediante el ingreso o remuneración asociada al empleo, de allí que exista una suerte de bloqueo ideológico que impida pensar en formas alternativas de distribución.
Incluso aún más, que se genere un rechazo automático y casi inmediato a cualquiera medida que implique procesos acelerados de redistribución. El razonamiento que se hace al respecto es el siguiente: para crear más empleo es imprescindible invertir en la creación de nuevos lugares de trabajo-empleo o en la ampliación de los puestos laborales en empresas ya existentes; para invertir es necesario la existencia previa de ahorro; el ahorro es aquella parte del ingreso obtenido que no es destinada al consumo; la mayoría de la población no es rica y tiene por tanto necesidades insatisfechas, de modo que si se les mejora sus ingresos mediante procesos redistributivos, los destinarán al consumo y no al ahorro.
Por otra parte, si bien se incrementa la demanda debido al mejoramiento de los ingresos, se generará una presión sobre la oferta que encarecerá los bienes demandados mientras no haya inversiones que se traduzcan en incremento de la oferta. De modo tal que más vale incentivar el ahorro de quienes ya tienen lo suficiente, premiando entonces así a los ya ricos que son los únicos que pueden ahorrar. De esa manera se continúa perpetuando la existencia de enormes diferencias internas en cada sociedad, entre pobres y ricos, y de manera similar entre países ricos y países pobres. Puesto que los estímulos (subsidios de diversa índole) otorgados a la inversión extranjera contribuyen a mantener, si no, también, a aumentar la brecha entre unos y otros.
Esto ha ido generando procesos de creciente concentración de la riqueza a nivel interno en cada país, y a nivel internacional6, a lo cual se suma la progresiva concentración del poder que de ello se deriva. Llega a ser indignante y repulsivo enterarse, por medio de los titulares en la prensa, que ocho personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad. Es en esta situación en la que resulta indiscutible reflexionar acerca de la siguiente aseveración:
Cuando una de cada diez personas en el mundo sobrevive con menos de dos dólares al día, la inmensa riqueza que acumulan tan sólo unos pocos, resulta [tremendamente] obscena. [De manera que] la desigualdad está sumiendo a cientos de millones de personas en la pobreza, fracturando nuestras sociedades y debilitando la democracia. (Oxfam, 2017a).
Lamentablemente, la casi absoluta ausencia de coherencia intelectual, producto de una cultura casi esquizomórfica en la cual las diversas dimensiones de la existencia se han ido disociando, nos lleva inevitablemente a una desintegración analítica. Eso es lo que lleva a escuchar opiniones en pro del crecimiento a como dé lugar, incluso en medios intelectuales progresistas o aún más, sectores de indiscutible radicalidad discursiva. Lo que al parecer hemos olvidado es que en el adn del capital está impresa una lógica metastásica de crecimiento: incrementar y mantener sin importar como sea la tasa de ganancia.
El mito del crecimiento infinito
Ello ocurreporqueestamosdomesticadosporelprincipalinstrumento medianteelcuallacienciaeconómicarepresentalarealidad,¿cuáleslafunción deproducciónyquehacesustituibleslosdiferentes factoresproductivos,queha contribuidoagenerarengranparte delapoblaciónlailusión dequepodríamos desarrollarnos(crecer)indefinidamente? Finalmente,todoes cuestiónde modificar laecuación,sinosfaltatrabajoincorporamosmáscapital,sinosfalta tierraintroducimosmástecnología,yasípodemos recomponercuantasveces queramoslarealidad.Talescategoríasconceptualeshandomesticadonuestras formasdeverlarealidadydepercibirelfuturo,yhangeneradounailusión quesehaancladodeformamuyprofundaenel ideariodelasociedadactual. Másaún,porquetodosloshumanosactualmentevivosnacimosenunaépoca de magníficoprogresoyde expansióninconmensurablede lamaterialidadde nuestracultura,enlacualexperimentamosy nosacostumbramosallevaruna vidaindefinidamente expansiva,avivirsinlímitesalejerciciodelacreación ydelavoluntadhumana.Estopudoserposible,enunmundoqueaúnpodía agregar“extensionesfantasma”7,aunqueyanoenunasociedadquealcanzó loslímitesplanetarios.Yaen1973,IsaacAsimovnoshabíahechosaberque
[…] evidentemente, la raza humana no puede crecer durante mucho tiempo al ritmo actual, prescindiendo de cuanto se haga respecto al suministro de alimentos, agua, minerales y energía. Y conste que no digo no querrá, no se atreverá o no deberá : digo lisa y llanamente no puede. (Asimov, 1973, p. 95).
Sin embargo, si observamos los datos respecto a lo realmente ocurrido durante el pasado siglo de “desarrollo”, estos nos muestran que hemos olvidado esas y tantas otras advertencias y seguimos encaminados a un rumbo inminente de autodestrucción. Ejemplo de esto son lo siguientes datos que dimensionan la sobre explotación de los recursos del planeta:
La población humana pasó de 1.6 mil millones a 6 mil millones de personas: 4 veces (hoy somos 7.500 millones8).
La economía mundial se incrementó en 14 veces.
El uso de energía aumentó 16 veces.
El uso del agua creció 9 veces.
El incremento del bióxido de carbono fue de 13 veces.
Las emisiones industriales de CO2 aumentaron 40 veces.
En definitiva, este conjunto de indicadores medioambientales, que se han estudiado en las últimas décadas, parece revelar cada vez con mayor precisión que si la humanidad no altera su estilo de desarrollo, en menos de cien años colocaremos en serio riesgo la supervivencia del planeta y del género humano (De la Cuadra, 2011). Como nos recuerda István Mészáros, a cada nueva fase de postergación forzada de los cambios necesarios para contornar el rumbo descomedido que nos impone el sistema capitalista, las contradicciones de la civilización del capital sólo tienden a agravarse, acarreando consigo un peligro aún mayor para nuestra propia supervivencia (Mészáros, 2009).
Las sucesivas catástrofes ambientales y “climáticas” que viene experimentando el planeta, desde el desastre de Chernobyl en 1986 y la tragedia de la planta Fukushima en 2011, permiten sustentar sin exageración que nos encontramos en un estadio avanzado de “riesgo fabricado o manufacturado” (Giddens, 2007) o de crisis estructural ; no solamente del capital, sino también de una crisis que pone entre dicho la sobrevivencia de la especie humana, de los animales y de la naturaleza en general. En lo que va del siglo XXI, la humanidad ha venido acumulando una vasta y trágica secuencia de eventos catas- tróficos, con una extensión e intensidad gravísima de desastres ambientales y sociales sin precedentes en la historia mundial9.
De este panorama incierto y desolador han surgido diversas iniciativas (como la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático), que buscan construir alternativas al modelo productivista, depredador y explotador actualmente imperante. El ecosocialismo contemporáneo nace como una respuesta más a esta dimensión autodestructiva del capitalismo. Este modelo se plantea como una alternativa racional y factible frente a la crisis socioambiental y de carácter civilizatoria que sufre la humanidad (De la Cuadra, 2011). Este es un desafío que los seres humanos debemos asumir con responsabilidad si deseamos asegurar las posibilidades de subsistencia de nosotros y de las generaciones futuras, tal como ha sido planteado con meridiana claridad por el Informe Brundtland de 1987, elaborado por distintos países a pedido de las Naciones Unidas.10
La actual época histórica que está llegando a su fin, tuvo como característica fundamental un ritmo o velocidad de transformación cultural y material a una escala nunca vista con anterioridad11. Esta tuvo como rasgo sustantivo su enorme capacidad de expansión, tal como ya ha señalado. El capitalismo como sistema específico propio de esta época requirió construir una forma particular de organización económica, para dar cuenta de su lógica interna : crecer indefinidamente. De modo tal que, este construyó sistemáticamente una ideología de la escasez, para lo cual requirió destruir la convivialidad, la reciprocidad, la solidaridad y buscó reemplazar nuestra innata condición empática por un individualismo posesivo y compulsivo. Construyendo así una concepción de felicidad, que pareciese al alcance de la mano mediante el consumo, para estimular así una creciente y permanente demanda de bienes que alimentan el sistema productivo. Bauman (2007) señala que en la sociedad de consumo se acepta de forma generalizada que existe un vínculo entre la felicidad y el consumo. Sostiene, asimismo, que ya no se valora aquello que tuvo valor en sociedades anteriores, como la duración de las cosas o el disfrute previo al consumo como manifestación de la presencia del deseo. Para él, es la condición de consumidor la que determina la valoración social respecto a la normalidad en las sociedades actuales. Tesis similar ha sido recuperada por Ilija Trajanow (2018), quien nos advierte que, según la noción más difundida y decantada en la opinión contemporánea, aquellas personas que no producen ni consumen nada son consideradas por la sociedad como seres superfluos, como entidades inservibles e invisibles.
Todo eso fue posible en un planeta que no conocía de límites. Y así fue como pensamos el mundo, construimos paradigmas, instituciones y una moralidad acorde a ello. Sin embargo, en la actualidad hemos entrado en colisión con los límites del ecosistema global, los límites que nos pone nuestro planeta Tierra. Ello nos demanda cambiar la racionalidad con la cual operamos hasta ahora y nos exige repensar las instituciones que hemos erigido, las creencias en las cuales estuvimos anclados, las formas de pensarnos a nosotros mismos y a la realidad de la cual hacemos parte. Toda nuestra ciencia y las instituciones que nos gobiernan son producto de una época que ya no está, fueron pensadas en un mundo que cambió radicalmente. De allí que la moralidad con la cual funciona el mundo actual aparezca como absolutamente incoherente frente a los desafíos que enfrentamos como especie. Si no cambiamos nos extinguiremos. Es en ese contexto en el cual queremos situar la reflexión que formularemos en torno a los aportes que el Papa Francisco nos está haciendo en su encíclica.
Antes de pasar a exponer la encíclica Laudato si’, a los autores de este artículo nos gustaría dejar explícito que la misma no surge de la nada, sino que es parte de un escenario discursivo. La preocupación por los temas ambientales ya se encuentra en el debate social y político desde mediados del siglo XIX con William Morris y una larga tradición teórica conceptual, que advierte sobre los riesgos ambientales que ha venido acumulando el planeta y, consecuentemente, la humanidad desde los albores de la revolución industrial y la posterior expansión acelerada de las formas de producción capitalista (De la Cuadra, 2010).
Posteriormente, la temática de los límites ecológicos al crecimiento económico y las interrelaciones entre desarrollo y ambiente fueron reintroducidas en el pensamiento occidental a fines de la década de 1960 y principios del decenio de 1970 por un grupo importante de teóricos12, entre los cuales se pueden destacar Karl William Kapp, Lynn White Jr., Nicholas Georgescu-Roegen, Arne Dekke Naess, Ignacy Sachs y Ernst. F. Schumacher. Posteriormente –como ya señalamos– fue elaborado el Informe Brundtland, que representa un marco en el abordaje de la problemática ecológica y ambiental. En un trabajo considerado fundamental en el tratamiento de estas cuestiones, el economista germano-británico Ernst Schumacher publicó en 1973 su libro Lo pequeño es hermoso (Small is Beatiful; 2011), en el cual realiza una crítica contundente al modelo productivista de las sociedades occidentales, modelo que nos llevaría al descalabro ambiental y de la vida misma; asimismo, ofrece una reflexión para intentar comprender como humanidad el problema en su totalidad y comenzar a ver crear nuevas formas de desarrollar noveles métodos de producción y de pautas de consumo en un estilo vida diseñado para permanecer y ser sustentable. A pesar de las diferencias de enfoque y la posición más o menos militante de cada uno de estos pensadores, lo que tiene en común todos es la crítica vehemente al modelo productivista, explotador, depredaror y a los desmedidos patrones de consumo inherentes al sistema capitalista (De la Cuadra, 2015). Estos son aspectos que, desde una perspectiva teológica y eclesial, son retomados en gran medida en el documento que analizaremos a continuación.
El pensamiento de Francisco
El papa Francisco ha hecho públicos dos documentos, la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium13 y la Carta Encíclica Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común14, en los cuales ha propuesto una nueva mirada sobre la realidad actual de la humanidad, desde la cual ha planteado la propuesta de una moralidad acorde al diagnóstico que ha hecho de los principales riesgos que nos afectan. Sin desconocer la importancia del Evangelii Gaudium en esta oportunidad nos centraremos en Laudato si’ (LS)15 debido a que deseamos acotar el análisis del presente artículo a dicha carta pastoral.
A continuación, intentaremos resumir su diagnóstico de la crisis planetaria, el cual hace manifiesto en la exhortación de la encíclica Laudato si’. Esta encíclica expone de una manera muy clara y resuelta su crítica a lo que considera moralmente criticable, una cultura de la indiferencia y de aquellas actitudes que van desde la “negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas”.
Este comportamiento evasivo nos sirve para seguir con nuestros estilos de vida, de producción y de consumo. Es el modo como el ser humano se las arregla para alimentar todos los vicios autodestructivos: intentando no verlos, luchando para no reconocerlos, postergando las decisiones importantes, actuando como si nada ocurriera. (Papa Francisco, 2015, párr. 59).
En esa línea argumental, el texto advierte sobre los riesgos que afectan a toda la población, pero principalmente a los sectores más vulnerables y excluidos. Por lo mismo, para pensar la cuestión ecológica es necesario abordar la cuestión social que afecta a las diversas comunidades del planeta, “que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres (Papa Francisco, 2015, párr. 49). De modo tal que, a lo largo de todo el primer capítulo, titulado “Lo qué le está pasando a nuestra casa”, al abordar los diversos temas que trata en forma reiterativa, va refiriéndose a esas actitudes que ve ancladas en lo que posteriormente, en el capítulo tercero, llama “Raíz humana de la crisis ecológica”.
En el primer capítulo, el papa Francisco inicia su reflexión refiriéndose a los problemas de la contaminación y el cambio climático, posteriormente se refiere a la cuestión del agua, para continuar abordando la pérdida de biodiversidad ; luego trata el problema del deterioro de la calidad de la vida humana, la degradación social y el tema de la inequidad planetaria. Los apartados vi y vii de este capítulo tratan respectivamente sobre “La debilidad de las reacciones” y la “Diversidad de opiniones”. Todos los temas son abordados de una manera muy profunda y seria y no sólo aportan información, sino que, además, juicios muy bien fundados sobre los fenómenos tratados.
Nos interesa especialmente profundizar en la presentación del capítulo tercero, que es en el que pensamos que se encuentra el mayor aporte hecho por Francisco para transitar hacia una nueva moralidad civilizatoria, propósito que queda explícito inicialmente en la Encíclica Laudato si’. Este tercer capítulo lo inicia Francisco señalando que: “Hay un modo de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que contradice la realidad hasta dañarla” y se propone analizar “el paradigma tecnocrático dominante y el lugar del ser humano y de su acción en el mundo” (Papa Fransciso, 2015, párr. 101). Se refiere entonces a la tecnología como signo de creatividad y poder.16
Valora los enormes avances que durante dos siglos han aportado la ciencia y la tecnología. Pero a su vez sostiene que no se puede ignorar el tremendo poder que nos otorgan “la energía nuclear, la biotecnología, la informática, el conocimiento de nuestro propio adn y otras capacidades” (2015, párr. 104). El papa introduce aquí una importante precisión: dicho conocimiento favorece y otorga un dominio impresionante a quienes lo detentan (una pequeña parte), por sobre el resto de la humanidad. Ello representa un enorme riesgo para la seguridad y la vida del conjunto del planeta, porque la manipulación de vida y la naturaleza por parte de los humanos puede traer consecuencias indeseables al trasponerse los límites impuestos por la propia realidad natural. Por eso, el ser humano y las cosas han dejado de tenderse amigablemente la mano para pasar a estar enfrentados. “De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos” (2015, párr. 106)17.
El documento sostiene, seguidamente, que el paradigma tecnocrático es indispensable porque se ha vuelto dominante e impregna su lógica en los estilos de vida, su poder globalizador y masificador ha hecho que nada quede fuera de su férrea lógica, en el que el paradigma tecnocrático también tiende a ejercer su dominio sobre la economía y la política. El problema es que el hombre moderno no se encuentra preparado para utilizar este poder con lucidez, porque el inmenso crecimiento tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores y conciencia. “Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación” (2015, párr. 105).
Después denuncia que la especialización propia de la tecnología dificulta mirar el conjunto, fragmenta los saberes para lograr aplicaciones concretas, pero hace perder el sentido de la totalidad, de las relaciones que existen entre las cosas, del horizonte amplio, que se vuelve irrelevante. Esto impide resolver los problemas del mundo actual, sobre todo del ambiente y de los pobres, que no se pueden abordar desde una sola mirada o desde un solo tipo de intereses. El papa señala que para que una ciencia ofrezca soluciones a estos asuntos, necesita sumar todo lo que ha generado el conocimiento en las demás áreas del saber, incluyendo la filosofía y la ética social, hábito muy difícil de desarrollar en la actualidad debido a la ausencia de verdaderos horizontes éticos de referencia.
La vida pasa a ser un abandonarse a las circunstancias condicionadas por la técnica, entendida como el principal recurso para interpretar la existencia. En la realidad concreta que nos interpela, aparecen diversos síntomas que muestran el error, como la degradación del ambiente, la angustia, la pérdida del sentido de la vida y de la convivencia. Así se muestra una vez más que “la realidad es superior a la idea”. (Papa Francisco, 2015, párr. 110).
El sumo pontífice llama a construir una cultura ecológica enmarcada en una nueva moral civilizatoria que aporte, una perspectiva distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático, capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso uno más sano, más humano, más social, más integral.
De otro modo, aun las mejores iniciativas ecologistas pueden terminar encerradas en la misma lógica globalizada. Buscar sólo un remedio técnico a cada problema ambiental que surja es aislar cosas que en la realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial. (2015, párr. 111).
Este es un aspecto importante de la Encíclica, pues ella releva las interde- pendencias que existen entre los diversos componentes de la realidad, que se expresan en una sinergia sistémica de esta globalidad, superando las visiones que se centran en los análisis basados en la noción del Estado-Nación.
El santo padre luego constata que, aunque la gente ya no parece creer en un futuro feliz, tampoco se ve renunciando a las posibilidades que ofrece la tecnología. No obstante, la humanidad se ha modificado profundamente y la sumatoria de constantes novedades consagra una fugacidad que nos arrastra por la superficie, en una única dirección y se hace difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida. En ese sentido, el Laudato si’ insiste en que ha llegado el momento de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone, a su vez estas fronteras son la posibilidad de un desarrollo humano y social más sano y fecundo. Por lo mismo, es urgente asumir la preocupación por el daño que le estamos causando a la naturaleza y por el impacto ambiental que poseen las decisiones y las políticas elaboradas por los expertos. Sin embargo, no se debe dar el paso a una perspectiva biocéntrica radical, porque esto nos llevaría a nuevos desajustes que no sólo no resolverá los problemas, sino que añadirá otros:
Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano. (2015, párr. 119).
Por último, el documento aborda la problemática del empleo en la sociedad contemporánea, señalando que es imperioso promover una economía que favorezca la diversidad productiva y que, sobre todo, proteja la gran variedad de sistemas alimentarios campesinos y de pequeña escala que sigue alimentando a la mayor parte de la población mundial. Ello se debe a que las economías de escala, especialmente en el sector agrícola, terminan forzando a los pequeños agricultores a vender sus tierras o a abandonar sus cultivos tradicionales. Es así como una libertad económica sólo declamada, pero en el que las condiciones reales impiden que muchos puedan acceder realmente a ella y donde se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio que deshonra a la política. En este escenario, se insta a que la actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, sea una manera muy fecunda de promover la región, en la que se instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común.
Reflexiones finales
En este punto nos conectamos con la primera parte de este artículo, el empobrecimiento de la noción de trabajo y el pánico instalado en nuestro imaginario, en relación con la posible pérdida del trabajo. el trabajo es la capacidad de los humanos para colaborar entre sí para el cuidado y mejora de su entorno, en efecto, es la que integra la naturaleza a nuestra vida y nuestra vida en ella.
“Ante la amplitud de ese “desde abajo”, un proceso así solo podrá tener éxito en la medida en que incluya a la Humanidad entera, en un esfuerzo llevado a cabo por todos y para el bien de todos” (Castro, 2016, p. 17). Tal como planteábamos en los párrafos precedentes, creemos que nuestra enfermedad civilizatoria es que somos gigantes tecno-científicos con una moralidad de enanos. Deberemos cambiar nuestros chips morales e instalar una ética de la indignación para aprender a distinguir la inmoralidad del sobreconsumo y la dignidad inalienable propia de todo ser humano. Adela Cortina nos lo ha señalado como un imperativo moral kantiano : “No consumas nada cuyo consumo no pueda ser universalizado”.
Una reflexión y una praxis sobre la universalización del consumo ha surgido a partir del debate sobre la construcción de una sociedad justa (Van Parijs, 1991). Pensamos que para contribuir a erradicar el temor internalizado será necesario e imprescindible, en el ámbito de las políticas públicas, luchar por la instalación de la renta básica ciudadana18 o ingreso universal garantizado; para, de ese modo, comenzar a transitar hacia un nuevo modelo de solidaridad gobernada por el principio de abajamiento, que reemplace a la solidaridad por ascensión o por inclusión. Como lo señala Joaquín García Roca, en un mundo único, desigual y antagónico, en el cual la solidaridad distributiva ha chocado el duro muro de la realidad, un mundo limitado en el cual no hay recursos suficientes para que todos vivamos como los privilegiados del planeta, “la solidaridad obliga a renunciar el disfrute de algunos derechos e incluso a ir en contra de nuestros intereses. La solidaridad exige hoy que los fuertes se abajen con los débiles” (García Roca, 1998, p. 92).
Solidaridad con los últimos, con los sin voz, con los invisibilizados, con los inmigrantes, con los desplazados, con los desheredados de la Tierra, para que podamos seguir siendo dignos de llamarnos humanos. Es desde allí, desde donde se debe configurar toda la nueva institucionalidad y toda la política pública que pretenda dar cuenta de nuestra profunda crisis civilizatoria. Solo así se transformará, desde una amenaza a una promesa de humanización. Vivimos en un mundo que tiene límites y, tal como lo señaló Gandhi, “[este mundo] si puede dar cuenta de las necesidades de todos los seres humanos, aunque no de la codicia de unos pocos”. De esta manera, la Encíclica Laudato si’ representa un intento poderoso de llamar la atención sobre la necesidad de renunciar al consumo artificial para emprender un consumo autolimitado y adecuado a las necesidades reales de las personas; que en suma, deben propender hacia la reducción de la huella ecológica por medio de actividades en escala local y a través de relaciones más equitativas, democráticas e inclusivas entre los miembros de la sociedad.
En tal sentido, el Laudato si’ nos entrega un conjunto prolífico de reflexiones que nos permiten desconstruir o cuestionar los mitos fundantes de la modernidad, asumiendo en primer lugar la responsabilidad humana por los desastres que nos acechan permanentemente. Los fenómenos no suceden espontáneamente, los llamados desastres naturales responden a una acción humana indiscutible y su origen puede ser remontado a edades muy tempranas, desde que el hombre hizo su aparición sobre el planeta como una especie numerosa. Especialmente ahora que hemos sido asolados por la pandemia de la COVID-19, el Laudato si’ fortalece en la humanidad un sentimiento de autoprotección y de cuidado con el entorno, en una dirección que se alimenta o se complementa con las ideas expuestas en esta encíclica. Por último, reside precisamente en esta humanidad la posibilidad de cambiar el actual orden de las cosas. San Francisco de Asís ya intentaba en el siglo xiii convocarnos a llevar una vida austera, de solidaridad y desapego por las cuestiones materiales, cuestionando la arrogante superioridad y la soberbia de los seres humanos por sobre las otras especies vivas, fundando una especie de democracia y fraternidad planetaria, que cobra aún más vigencia en estos tiempos de crisis ecológica y civilizatoria.
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Notas