Desde la resistencia se construye paz: desde la paz se construye resistencia
Peace is built from resistance: resistance is built from peace
A paz se constrói a partir da resistência: a resistência se constrói a partir da paz
1. Jaison Murillo Pachón
1. Excombatiente, exprisionero político y firmante del acuerdo de paz. Filósofo y etnoeducador en formación. Coordinador de la Marcha Patriótica Bogotá, consejero distrital de organización y masas del partido Comunes y coordinador de la UTL para el representante a la Cámara por Bogotá, Sergio Marín. jaimup@gmail.com
Publicado: 20 de septiembre de 2023
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Murillo, J. (2023). Desde la resistencia se construye paz | desde la paz se construye resistencia. Inclusión y Desarrollo, 10(2), pp. 4-8.
DOI del artículo: https://doi.org/10.26620/uniminuto.inclusion.10.2.2023.4-9
DESDE LA RESISTENCIA SE CONSTRUYE PAZ DESDE LA PAZ SE CONSTRUYE RESISTENCIA
Antes nos llamábamos FARC. Luego lo cambiamos por el nombre actual, Comunes. También soy coordinador de la UTL para el representante a la Cámara por Bogotá Sergio Marín, de la bancada Comunes. Antes de trabajar en la labor parlamentaria estuve a cargo de una de las zonas veredales
—posteriormente definidas como Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), en Icononzo, Tolima—. En ello voy a centrar un parte del ejercicio de la experiencia de construcción de paz y ciudadanía. Mi presentación gira en torno a cómo desde la resistencia se construye paz y cómo desde la paz se construye resistencia. Aun hoy no nos definimos explícitamente con los estatutos del partido, pero, antes, como insurgencia nos definíamos como marxistas leninistas, desde esa compresión histórico-materialista y dialéctica de la realidad y la política.
Nuestro grupo no delimitaba la paz en un sentido básico con respecto a las armas y la violencia. Me explico: para nosotros, la paz, más allá del silenciamiento de las armas, era la apertura democrática, la ampliación del espacio político, la profundización de la democracia y el acceso material y efectivo a los derechos fundamentales. La carencia o limitación de estos aspectos era lo que, a nuestro modo de ver, propiciaba la violencia y llevaba a procesos de resistencia también desde la violencia. Nosotros la definíamos como violencia revolucionaria, es decir, el tema de las armas era la forma y no el contenido, era el efecto y no la causa de una violencia como estructura dentro del sistema de control y dominación del poder político económico.
Esto explica por qué en el posacuerdo nosotros no definíamos el momento como un posconflicto, por qué desde un sector del bloque hegemónico del poder político y económico se mantenía una postura explícita incluso como eslogan de campaña —“hacer trizas la paz”, desmontar la paz, desfinanciarla— y también por qué, en el desarrollo del acuerdo, más que una implementación, se simuló la implementación —al menos durante el gobierno de Duque— y se mantuvo la violencia política. Haber desmontado la guerra, de todos modos, fue un avance sustancial para la nación. No hay necesidad de dar cifras: las masacres, los desplazamientos y el asesinato de líderes sociales, defensores de derechos humanos, periodistas independientes, líderes de víctimas, líderes de restitución de tierras, firmantes del acuerdo de paz… Nos aproximamos a una cifra dramática de cuatrocientos asesinados en los cinco años que llevamos de la firma del acuerdo.
De ahí que es importante entender cómo definimos nosotros la paz, cómo nos situamos con respecto a la construcción de paz y, en esa medida, entender que ejercicios como la Semana por la Paz, la Cátedra de la Paz y otras iniciativas que, de manera extraordinaria, se adelantan desde muchos sectores del país, tocan por debajo la realidad nacional, pero no afectan estructuralmente ese sistema de control, de dominación, que, desde el poder político-económico, ejerce una violencia de manera sistemática. De hecho, desde el nacimiento de la república misma, se marcó una ruta del uso de la violencia hasta llegar al magnicidio como forma fundamental del ejercicio del poder político —como en los tiempos en los que se atentó contra Bolívar en la noche septembrina—. Ese tipo de violencia ya definía una forma de ejercicio del poder político que persiste más allá de todos los acuerdos de paz que ha tenido Colombia durante el siglo XIX ante eventos como las guerras civiles, la Guerra de los Mil Días, el periodo de la Violencia, la dictadura de Rojas Pinilla, el Frente Nacional y los procesos de paz que dieron paso a la Constitución de 1991.
Aun habiendo superado distintos ciclos de violencia, la violencia política sigue siendo estructural en el ejercicio del poder político y económico. Lo anterior no quiere decir que no tenga valor lo que se está construyendo desde abajo: ello forma parte precisamente de los procesos de resistencia de la base social, de lo territorial, de lo regional, de lo local. Pero el desarrollo de la guerra —y más en el periodo Uribe— supo entender lo fundamental y lo estratégico del uso de los medios para invertir la favorabilidad de la opinión pública con respecto a los levantamientos insurgentes y las organizaciones armadas rebeldes. Lo que tenemos hoy está fundamentado, sin duda, en grandes errores que se están reconociendo ante la JEP, la Comisión de la Verdad y también las comunidades y las víctimas. El ambiente predominante en la opinión pública —al menos urbana— es un fuerte rechazo hacia la población excombatiente como partido político y como sujetos políticos presentes ahora en la vida nacional desde lo civil y lo legal.
La construcción de paz pretende extender una aceptación receptiva, un acogimiento, un abrazo a esos asentamientos de excombatientes en los que se convirtieron aquellas estructuras guerrilleras que llegaron a puntos de preagrupamiento, primero a zonas veredales y luego a centros poblados, a modo de campamentos, comunidades, cooperativas, partidos políticos y posteriormente como los veinticuatro ETCR que hay actualmente. Desde el inicio de la transición, como espacios territoriales, ha habido una acogida muy fuerte de estas comunidades, las cuales se catapultan en el “nosotros” y en las posibilidades de reincorporación en esas regiones. Pero las jurisdicciones especiales para la paz no solo han sido las más afectadas por el conflicto, sino también las más marginadas de forma histórica, política, social y económica —incluso cultural—. Por esa razón, la población en reincorporación es vista como un recurso a favor para exigir su reincorporación regional y social al conjunto del país. La nación, por su parte, sigue resistiendo —porque el statu quo resiste—, y en el intento de no implementar, simular la implementación o desmontar la posibilidad de la implementación, lo que hizo el gobierno anterior fue tratar de acabar con todo el acuerdo desmontando los aspectos fundamentales, esto es, las piedras angulares que sostenían la esencia y el sentido del acuerdo de paz.
La resistencia es un proceso de oposición a la explotación económica, la exclusión política, la marginación social por la violencia y el despojo que se lleva a cabo desde las regiones y los territorios. El objetivo es acumular y mejorar la correlación de fuerzas políticas y electorales para promover el cambio histórico, aquel que comenzó a expresarse en los estallidos sociales de los últimos tres años y que se cristalizó en lo parlamentario y lo presidencial desde las victorias electorales. Para nosotros y nosotras es claro que, si bien los procesos de resistencia expresados —por ejemplo, los paros agrarios, los paros cocaleros, la movilización estudiantil— fueron precedentes indispensables para ese proceso de acumulación, el acuerdo de paz fue el que abrió el espacio político y potenció las fuerzas sociales y las fuerzas alternativas progresistas, democráticas de izquierda e incluso todas esas fuerzas pequeñas denominadas como revolucionarias.
Si bien los partidos son los que menos están capitalizando este momento histórico por múltiples razones que valdría la pena revisar de manera particular, el conjunto de la nación y el campo popular sí que lo han venido aprovechando de manera muy hábil y afortunada, sobre todo con el crecimiento del movimiento social —que no se quedó en lo reivindicativo como el 21N, sino que, para el 28 de abril del 2021, ya era un paro notablemente politizado que trascendía lo reivindicativo—. Se temía que no llegara a suceder algo así, no solo como partido, como excombatientes o como fuerza insurgente que pasaba a la vida civil sino como un conjunto de fuerzas de izquierda. Se temía, además, que no se hubiera alcanzado a dar el salto cualitativo en la conciencia, sobre todo, de las y los jóvenes que participaron de las movilizaciones, y que esto no se hubiera cristalizado en un ejercicio de ciudadanía que expresara esa rebeldía en las urnas. Pero, por fortuna, sí se dio.
Ahora, para entrar en la experiencia específica de los veintiséis ETCR, debo mencionar esa contradicción entre el establecimiento y la estructura de poder con respecto a la base de las comunidades y los territorios. Más arriba hablé de veinticuatro ETCR. Esto se debe a que uno se tuvo que desmontar porque nunca se dieron las condiciones por parte del Estado para asegurar una logística que permitiera que pasara de campamento a centro poblado y el otro, el de Urrao, hubo que trasladarlo a un espacio más seguro, toda vez que al momento de la reubicación ese era el punto donde más excombatientes habían asesinado en todo el país. Solamente ellos ponían a la cifra total un poco más de diecinueve asesinados desde que se firmó el acuerdo.
¿Cómo se da para nosotros como insurgentes el contacto con las comunidades? En algún momento del desarrollo del conflicto —sobre todo cuando la insurgencia tuvo su mayor crecimiento militar, expansión territorial y control efectivo de regiones—, definíamos y se abría incluso el debate internacional en torno a nuestro reconocimiento como fuerza beligerante, toda vez que, más que ser una organización que estaba presente en los territorios, llegamos prácticamente a asumir roles del Estado en esos territorios donde el Gobierno no hacía presencia y solo llegaba algunas veces con su fuerza militar y de represión. Quien garantizaba el desarrollo, el tema de la moneda, los precios de los productos, infraestructura, la construcción de carreteras, la instalación de electricidad, las represas, los acueductos veredales, era la insurgencia. Hay carreteras muy notorias como la que conecta a San Vicente del Caguán con la Macarena, es decir, desde el Caquetá hasta el Meta. Esa vía la construimos nosotros, y también esa región del suroriente del país, algunas del occidente y otras del noreste antioqueño presentaban pequeños avances en el desarrollo de infraestructura a partir de las obras públicas de la insurgencia. Todo eso es importante porque forma parte del acervo de los excombatientes y los firmantes del acuerdo de paz; es una de las características excepcionales que tiene el acuerdo entre el Estado colombiano y las antiguas FARC-EP con respecto a otros acuerdos de paz en el mundo —incluso en la región latinoamericana (El Salvador, Honduras, Nicaragua, etc.)— y otros procesos de paz en Colombia —con el M19, con la facción Esperanza, Paz y Libertad (EPL) y con la Corriente de Renovación Socialista (que es una parte del ELN actual)—.
Una de las características excepcionales de nuestro acuerdo fue que, cuando se firmó, la vida interna, la dinámica y la cultura que habíamos construido a lo largo de cinco décadas de resistencia armada en las FARC y en nuestras regiones era una cohesión colectiva y comunitaria de los insurgentes. Eso se evidenciaba en las comunidades que mantenían esa relación Estado-sociedad respecto a nosotros. Lo anterior no se ha destacado mucho, pero en las regiones donde hubo mayor control de la presencia insurgente cuando se produjo el proceso de paz y comenzó el desarme, aunque votaron sí a la paz, muchos no estaban de acuerdo, porque habían pasado varios años sin excombatientes en el territorio, salvo cuando penetraba la fuerza pública a modo de desembarcos, operativos y enfrentamientos.
La cotidianidad en esas regiones era un cerco, por ejemplo, para la delincuencia común: no había hurtos, ni sicariato, ni asalto a la vivienda, ni agresiones, ni atracos porque las normas que habíamos construido con las comunidades y de las que la insurgencia era garante garantizaban unos niveles de convivencia muy altos. Al retirarnos nosotros de esas regiones, todo se resquebrajó. La percepción del campesinado era que, cuando se retiraba la guerrilla, comenzaba el resurgimiento de delincuencia común y se daba la llegada y el reposicionamiento de otros factores de violencia que hoy siguen estando presentes (el ELN, los paramilitares, las mafias locales y los grupos residuales de las mal llamadas disidencias). Para no profundizar en ello, solo diré que las disidencias, en todo proceso de paz, encarnan una posición política. El EPL de hoy fue, en su momento, una disidencia de ese mismo grupo que firmó un acuerdo de paz en los noventa. Por su parte, el ELN es la parte predominante de lo que fue la Corriente de Renovación Socialista. Pero las actuales disidencias realmente son unos reagrupamientos que no están interesados en un programa político ni tienen una diferencia ideológica, sino que reencauchan pequeñas mafias y delincuencia común. Son actores, en parte, del genocidio del que estamos siendo objeto los excombatientes. Para nosotros, ellos han sido quienes han comprometido especialmente nuestra seguridad y han fortalecido el discurso de odio, estigmatización, persecución y sostenimiento de la política del “enemigo interno” por parte del establecimiento. Aun así, hemos resistido y mantenido nuestra apuesta por la paz.
El tiempo en la insurgencia llega hoy a ser parte fundamental en las jornadas cívicas. Dentro de las juntas de acción comunal en las regiones donde nosotros tenemos los centros poblados de excombatientes, la gente ya no busca a la guerrilla para que le resuelva sus problemas, sino que busca a los excombatientes como mediadores, como impulsores de alternativas, como una fuerza de trabajo aliada en el mejoramiento de obras públicas veredales y en la gestión ante entidades territoriales y nacionales.
Hubo una época en la que, como combatiente, si bien iba a la línea de fuego al frente de batalla, eran tres o cuatro, máximo cinco combates, que tenía en el año. El resto de días me los pasaba en agricultura, en obras públicas. El combatiente era, ante todo, un trabajador. Hoy en día, quienes están haciendo un trabajo de resarcimiento a la comunidad por medio de Trabajos, Obras y Acciones de Reparación y Restauración (TOAR) han construido acueductos y alcantarillas, mejorado las vías terciarias, realizado acciones pedagógicas…. Los compañeros excombatientes en los ETCR están desarrollando proyectos productivos, agrupando las comunidades, reactivando las JAC y las viejas organizaciones de régimen solidario que estaban casi muertas y paquidérmicas, y creando asociaciones, federaciones u otras figuras.
Las comunidades han ayudado mucho a quienes estuvimos bastante tiempo en la guerra y en prisión. De hecho, cuando salí de prisión con la ley 1820 —la primera que se implementó por el acuerdo de paz—, mediante el Fast Track habíamos alrededor de 6800 prisioneros y prisioneras políticos de las FARC. Éramos una fuerza equivalente en prisión que llegó a los campamentos. Si bien actualmente hay 13 000 reincorporados —porque también hay milicianos y fuerza clandestina, movimiento bolivariano clandestino, guerrilleros armados y equipados—, 6500 fueron los que llegaron a los campamentos —a pesar de que habíamos un poco más en las cárceles como presos políticos—. Fuimos parte de esa resistencia y correlación de fuerzas se encargó de la negociación para llegar al acuerdo de la Habana. Sin embargo, tanto para los que estuvieron en campamento como para los que pasamos otra temporada en prisión, llegar a la vida civil fue una vaina tremenda. Uno iba a buscar trabajo y tenía que sacar el RUT. Muchos no teníamos cédula o usábamos documentos falsos por la lucha clandestina y la misma insurgencia. No sabíamos tramitar ningún papel oficial. Irónicamente, teníamos hospitales de guerra que estaban mejor equipados y ofrecían mejores condiciones que el mismo Hospital Militar de Bogotá: en el fondo de la selva, médicos, cirujanos y traumatólogos hacían operaciones en la línea de combate que no harían profesionales de la Policía y del Ejército. Nuestros profesionales operaban en plena línea de fuego silbándoles las balas en las orejas. Eran profesionales impresionantes, odontólogos extraordinarios. No obstante, para sacar una cita con una EPS, tramitar una hoja, todo aquello que se supone que es un procedimiento fácil, para nosotros ha sido un drama porque nos definíamos como insurgentes, es decir, por fuera de la ley y de la constitución. Lo nuestro era estar en función del derrocamiento del Gobierno y del Estado. Así que hoy, ser parte del sistema es una cosa muy compleja, pero las comunidades nos han adoptado y apadrinado para aprender a ser nuevamente parte de la nación desde la democracia y la civilidad.
Derechos
Artículo de investigación / Research Article / Artigo de pesquisa
Conflicto de intereses: Los autores han declarado que no existen intereses en competencia
